Ricardo Hernández Bravo

 

Ricardo Hernández Bravo. Fotografía: Graciela Janet


Sólo lo humano sabe ser verdaderamente ajeno.
                                      
 Wislawa Szymborska



                               Para Jorge Rodríguez Padrón

 

Con paciencia tejió su telaraña

en mitad del camino sin conocer lo frágil

de su obra y la terca indiferencia de los hombres.

Reconstruyó mil veces la red, y en su cansancio,

fue descuidando día a día

el entramado de efímeras sedas.

En plena decadencia,

cultivó hasta tal punto el estado de imperfección,

que llegó a morir de hambre

cuando ya nadie pasaba por aquel camino.

 

 
 
 
 

Hoja tras hoja envenenó su sombra

y en las ramas más altas

hizo crecer sus frutos.

 

Ni un alma en vida procuró su arrimo

y qué preciado estiércol su destrío.





 

 


Poniendo mi pobre hombre en el silencio,

en esta boca interminable,


soy el blanco del arma con que apunto.




 

 

 
Uso como amenaza el miedo,

disfrazo de dominio mi carencia.


Arañas en mi ojo

hacen vibrar su tela.






 

Mist is spread

Before the earth, beneath me, - even such,

Even so vague is man’s sight of himself.              

 

                                                        John Keats


Languidece entubada,

embebida a goteos:

 

la planta sin acodo,

asentada en ribanzos,

sostenida en el filo.



 

 



El vivo emparedado en su mentira,

el desnorte del preso

tras el cristal creado por las manos:

estas ganas de ver con que se ciega,

contiguo y sin alcance,

gesticulante, mudo de impaciencia,

buscando en lo inasible algún resquicio.







 

 
Flaquea su equilibrio

y se abandona al juego de embestidas;

traga con la penosa

seguridad del que se jacta,

a rastras de los ojos, tironeado

a cada avistamiento: sobrevive

de lo ganado en falso,

de hambres inventadas.









                         Para Eduardo Moga

Sucedáneos entretienen la hambruna,

el cascarón de una vida a destajo;

huérfano salivar ante el dulzor

usurpado en la inercia, desvalido

resarcir de la merma al corazón,

sacar lustre a la sed y en horas bajas

jugar a hacernos sangre

con el agua aplazada.




 

 


Día a día de rumbos encontrados,

de mieles esfumadas,

de apaños a deshora.

Este bombear y no cundir la sangre,

afirmarnos desmintiendo a los ojos

y hacerse cuesta el pulso

y no alcanzar la altura.



 

 

 

Se avergüenza de su reojo en la entrega,

se culpa de escudarse en la distancia

y ensordecer al ruido

de hombres cayendo. Cree

salvarse con el gesto

y al echar la moneda

esquiva la mirada del mendigo.









Sumidos en la noche,

en su turbio abrevadero de azares

-el descuadre en los ojos,

el atraso enquistado-

sedados por el ruido

blanqueamos cuanto escuece.




 

 


La intensidad violenta su estatura,

el asedio al sentido,

el hiriente rasero del asombro.

La extorsión del reclamo,

la ilusión de sustancia,

el abasto en el roce:


se mide el figurante en su acarreo,

canjea servidumbre por escapes.






 



Para Juan Pérez Lorenzo


Luminosos nos salvan del espejo,

biombos de suficiencia a nuestra falta.

El encaje en el molde nos vertebra,

el papel que encarnamos al dictado,

-los recortes de vidas, los vaciados a escala-

el perfil rellenado con estampas

del gran coleccionable de imposturas.



 




El rompedor deserta de su contra,

adiestra en la renuncia su coraje.

Simulacros parasitan su angustia,

la coartada que esgrime en su descargo.

Soterradas esquirlas de promesas,

malpaíses de causas despojadas,

el gusano de pulcras adhesiones,

lo incumplido minando su cordura.








 

El desencuentro espesa mi alegría

y un vano coqueteo hace de puente

hoy que no es firme el agua donde piso

y mi apagón se extiende a lo que toco.


En esta cercanía sin contagio,

sin vuelco que me vuelva navegable,

a cuestas con mi fe,

prevalezco a pesar de lo que amo.