Anelio Rodríguez Concepción

 

Anelio Rodríguez Concepción, Fotografía: Esther Rodríguez Candelaria




CONJURO DEL INSOMNE


           
Como la noche venga al sesgo, sin aviso,
dispuesta a maniatarme,
no hallará resistencia:
me dejaré azuzar por este tedio lento,
me dejaré robar de arriba abajo,
sí, llévame contigo, le diré
cara al techo en el catre,
quieto
(como cuando de niños, a la hora de la siesta,
más acá de las rocas y del muelle,
hacíamos el muerto sobre el agua,
los brazos separados
en cruz, flotantes, lánguidos,
sin rumbo, mar afuera),
prohibida la lucha,
con la luz apagada, en silencio,
y la sábana tensa hasta el mentón,
mientras afuera truenan motos de adolescentes
(o rumia la cadena de un ancla estremecida).

 
ENTONCES
 
El mapa de las calles atesora
mil historias y avisos,
como un viejo gendarme fumador,
envuelto en los murmullos del mar,
del mar de nubes,
de la luna crujiente en su hamaca,
de un zumbido de coches abajo,
detrás de la avenida.
 
Escuchen:
el rumor de los panaderos,
las pausas del inmenso laurel de indias,
los pasos que se acercan implacables
por esquinas y aceras,
esas huellas de perro, sueño adentro,
en el zaguán, echado, agónico,
con estertores de ángel,
perro de azúcar negra,
azúcar brava,
relamiendo el ombligo de la muerte
mientras el aire silba su tonada mendiga.
 
Escuchen:
se pierde el ascensor errante
y junto al portalón resuena e insiste
la caja del registro de la luz
como un atroz metrónomo.
 
Entonces me despierto sudoroso
y descubro que soy el perro escombro
y la borrasca norte,
y nadie viene a darme un vaso de agua
ni una palmada en el hombro,
y me viro hacia el lado malo,
y falta el aire,
el aire,
y me asfixio
sin remedio.

 
 
EN BLANCO
 
Señoras y señores,
bienvenidos al hondo pasadizo,
pasen,
vamos,
de uno en uno,
pero pueden dejar en la entrada el paraguas,
la chaqueta, las gafas de carey
y el frío de la tarde,
por favor,
acérquense y contemplen
el rico artesonado de los tiempos
donde nace la lámpara de lágrima
y la duda,
acérquense y admiren
el suntuoso estucado de la memoria inútil
alrededor, más cerca,
seguro que les suena de algo.
Pero no se apresuren,
fíjense bien,
cuidado con los escalones,
cuidado con el foso de los cocodrilos,
 
señoras y señores,
gracias por acercarse a esta mi noche en blanco,
gracias por recorrerla como un cuadro de El Bosco,
desde el fondo y de izquierda a derecha
y viceversa,
por eso les ofrezco el número de todos esperado,
este malabarismo con la sota de copas
riéndose a mi espalda
después del tragasables y el doble
salto mortal,
la suerte me abandona por otro más insomne
ahora que el plenilunio iza la banderola verde,
como siempre me quedo a un solo paso
del abismo,
 
queridas sombras
danzantes en fila india,
ya saben de qué va la historia,
también ustedes traen lluvia en el pelo.
 
¿Pero no se quedan?
 
 
¿Les apetece un trago de anís?
¿Quizá café?

 
 
EL INSOMNE HABLA CON SU SOMBRA
 
La noche es algo más que no sé qué música de tam-tam
sobre los gruesos cables de la luz,
de un lado de la calle al otro lado
de ti,
 
la noche es algo más que no sé qué verbo de oro viejo
de dieciocho quilates
en la penumbra,
algo más que una música de gallos,
y más que tu silueta en la memoria,
tan yugo,
como la respiración,
como el pensamiento,
mucho más que una vasta espera
cosida a los tobillos con alambres.
 
Repito que algo más,
y tú dices que no,
que es algo menos
sobre el reflejo bruno de la estancia.
 
Así no llegaremos nunca a parte alguna.
Ni a la gloria del sueño ni a la sima
de una llama de fósforo temblando
contra la mano abierta.

 
 
CUANDO LA TRISTEZA
 
Encendida,
crepita la bombilla azul,
 
como una promesa
la vieja pez candente
regurgita en el cuenco de mis manos,
 
y el agua de los caños empotrados
deambula por la casa con malicia,
llevándose de un lado a otro
toda la risa boba del mundo,
 
y se deja escuchar sin consuelo,
 
y nos perdemos propios y extraños
en el confín de siempre,
 
el umbrío confín,
 
entre escombros,
detrás de la barranca,
en el indefinido territorio
adonde iban llegando,
uno a uno,
aquellos colonos pobres que cruzaban los mares
en los libros de historia universal
para encontrarse cara a cara con un puma terrible,
lejos,
 
cuando la tristeza,
 
pero muy lejos,
 
aquí mismo,
en el lecho de siempre.

 


LOS GALLOS
 
Pero quién se llevó y adónde
el terrible redoble de los gallos
y el cruce de sus ecos en cascada
contra la madrugada imperceptible.
 
Cómo no recordarlos:
desde los barrios altos, de un extremo
a otro de la ciudad,
los gallos restallaban poco a poco,
bengalas descendentes,
como tragos de ron arrasando la boca,
como árbol centenario que se abre y ramifica.
 
Había tras la casa un gran solar
con su verde maraña de tártagos.
Allí en abril la tierra se encendía
igual que el corazón del mango tierno,
deshilachándose.
 
Cómo no recordarlos.
 
Los gallos de repente,
dentro y fuera del sueño,
eco tras eco.
 
¿Y ahora?
 
En su caja de truenos me quedé
para siempre arrestado,
 
a agua y pan.

 


TRASGOS
 
¿En vientre de qué armario
—caoba, naftalina, chaquetas agolpadas—
yacerá aquel juguete de ruidosos resortes,
un coche de latón made in Taiwan,
un robot negro a pilas,
la cajita de música que enmudeció en domingo?
¿Por dónde anda la sombra de mis trasgos?
¿Y Astérix gladiador sin la última hoja?
¿Y la gran cicatriz en el pie izquierdo?
¿En qué bolsillo, diantre, se quedó
mi primera sonata de Mozart?
¿Y el viejo
y el mar?
¿Contra qué flor de migraña?

 


LLUVIA
 
La lluvia
parda de mis abuelos,
ese gozo del agua
cayendo hacia la boca del patio,
infinita, sesgada, en noviembre
contra el techo y la luz de los faroles,
nana rocío
en la helecha del patio,
gota a gota,
nana,
hoy
no existe,
ya jamás,
sino aquí
adentro.

 


SUEÑO
 
Mi padre solía soñar que volaba
sobre las casas y los bosques,
y yo ahora suelo soñar que vuela
y vuela a cada instante,
con su batín de cuadros,
ah,
su bonhomía,
su diabetes,
papá,
ven,
lo llamo,
sueña que lo sueño
y sonríe
sobre la almohada doblada,
sobre las casas,
mi padre,
ven,
sobre los bosques,
a la luz de una bombilla lee, página
tras página, hora
tras hora, lee
El rayo verde, lee
El coronel no tiene quien le escriba,
las Memorias de Chaplin,
qué sé yo,
y le paso la hoja,
y huelo su almohada,
qué prodigio,
nada huele tan bien como su almohada,
nada en el mundo.