Nicolás Melini

 


Nicolás Melini. Fotografía: Alexis w


MIRAR

 
Me interesan los rostros —las personas.

Me quedo mirándolos al pasar. Cuando hablan

y cuando están callados. Aunque permanezcan

absortos me narran. No sé qué. De frente, cabizbajos,

en escorzo, de espaldas, mirando al cielo.

Me interesan.

Cuando sólo miran alrededor. Y cuando deliberan

sobre cuál será el próximo gesto porque es imposible

no hacer absolutamente nada indefinidamente.

No es algo personal. O sí. Al menos no son mi rostro

reflejado en ningún sitio: no son yo y están

fuera. Fuera de mí, quiero decir. Tampoco hay

nada trascendente en ello, aparentemente...

Aunque supongo que se trata de una suerte

de arte, mirarlos para nada.

Concentrarme en un solo rostro durante un buen rato.

(Ver todo lo que hace y todo lo que no hace.

Todo ese tiempo y toda esa historia

ahí a punto de estallar)

Hasta que se convierta de veras

en una pequeña parte de algo —del todo, quizás.

No hay nada malo en ello. Por una vez.

Algo que no tiene nada de malo.

Está bien.

 

 



COSAS QUE REALMENTE IMPORTAN

 
Estamos todos y nada

marcha bien pero aún así seguimos

sin decirnos las cosas que realmente importan.

En la cocina. Mirándonos los unos a los otros,

mirándonos y hablándonos como si nada, diciéndonos

esto y lo otro como si nada. Como si nada.

Se trata de una incapacidad o del miedo a nombrar

aquello que nos asusta. Todo parece irremediable

y nada se arreglará por hablar de ello. El equilibrio

es demasiado precario para andar tentando

a la suerte. Hablamos de los famosos

y de los conocidos. De nuestros familiares

y de nuestras amistades. Bromeamos sobre nuestra

desgracia. De un modo que resulta ofensivo. Pero

no hablamos de nosotros. Ni de nuestros

sentimientos. Estamos aterrados.

 

 

 


VIAJAMOS LEJOS

 
Los cuatro nos fuimos de road movie

por el norte. Kilómetros de carretera juntos

los cuatro hermanos en un coche de alquiler. Ciudades

y pensiones y paisajes sin hablar prácticamente

de todo lo que ya sabemos de sobra. Para qué.

Mi hermana como la dejaron. Mi hermano

como se quedó. Pero estábamos juntos y éramos

fuertes. Jorge conducía. Yo hacía algunas fotos.

Cada uno tenía su papel en todo esto.

Galicia, Portugal, Nosotros. Hasta aquí hemos llegado

y sin embargo seguimos adelante.

La carretera infinita, el mar interminable, el cielo.

Podemos llegar más lejos todavía. Haremos

noche en otro sitio. Ya nunca tendremos

que volver sobre nuestros pasos.

 

 

 


SALINGER


The little girl on the plane

                        Who turned her doll's head around

                        To look at me.

 
Releo Franny y Zooey, el haikú

de Seymour que su hermana encontró

en la habitación de hotel donde se disparó.

La niña pequeña en el avión,

que volvió la cabeza de su muñeca

para que me mirara. Que volvió

la cabeza de su muñeca

para que lo mirara, para que lo mirara.

Siempre incurro en el error

de subrayar las buenas frases

sobre el suicidio. Luego viajo

a esa habitación (el primer cuento

de los Nueve Cuentos de Salinger,

Un día perfecto para el pez plátano)

Recién casado con Muriel,

Seymour en la playa, frente al hotel, jugando

con otra niña —la misma tal vez—

en la arena, charlando

absurdamente, con un lenguaje

y una lógica infantil, brillante, sobre

el presunto pez plátano,

mientras su esposa, al teléfono,

tranquiliza a su propia madre

y le asegura que no corre ningún peligro,

que Seymour está bien,

y aún no ha hecho nada raro.

 


 



ITINERARIO

 
Salgo a la calle y entro en un cine

—los Alphaville— a ver la nueva película

de Nanni Moretti, Abril, única, divertida, estimulante,

y salgo a la calle y recorro toda la Gran Vía,

entre la gente que atesta la Gran Vía, y entro

en la Casa del Libro y compro un libro de poemas

y salgo caminando adelante, como vacío por dentro,

sin conseguir dejar de tomarme demasiado en serio,

toda esa inteligencia de Nanni Moretti todavía ahí presente,

y entro en el café Central a tomar

un descafeinado con unos versos de Manuel Padorno,

(el viento arrastra toda la blancura/ y un beso

cae en la boca del agua) Y luego salgo, y entro

en otro cine —los Ideal— a ver

la primera película de Paul Auster, la sala

abarrotada de lectores de Paul Auster... y veo

la película y salgo a la calle de noche,

tranquilo, de noche

y tranquilo.







AL PASAR

 
A veces paso mirando la luz.

Me quedo mirando la luz en las calles.

Busco el sol en la acera y en las fachadas

de los edificios. Las ventanas son

un buen lugar, siempre, hacia donde

mirar pasando. La sombra

no me interesa, si no se encuentra

en contacto directo con el sol.

El sol en las paredes, el sol en las personas,

la luz por el aire.

Pero nunca escojo el momento,

ya lo sé. A esta altura me he dado cuenta.

De pronto salgo a la calle,

por cualquier razón, y la luz...

Es ella, de algún modo, quien lo escoge. 

Tuerzo una esquina y me encaro con el sol.

La luz es lo que buscan mis ojos

y una parte —que no sabría determinar—

de mi espíritu. Y no sé si ello

tiene algo que ver con quien soy

o quien creo ser. Es así. Recorro

las calles mirando la luz

al pasar. Estoy completamente

loco.

 


 



 DEVOLUCIONES

 
Fui a comprar arena

para la gata. Estaba esperando

en la cola cuando una señora mayor

se acercó a la cajera. Entró por la puerta

del supermercado y fue indecisa directamente

a hablar con la muchacha. La señora mayor

poco más que dignamente vestida, resistiéndose

a la mendicidad, tal vez. Eso lo supimos

la cajera y yo al mirarla. Había algo en ella, sin

ser demasiado explícito, que te contaba

todas aquellas dificultades. Le dijo

—razonable— que quería devolver

aquel bote de ketchup. No está viejo ni nada,

añadió después, gratuitamente, cuando la muchacha

ya le había dicho que no había ningún problema.

Tenía el bote de ketchup en una mano

y el tique de la compra (un tique

de hacía tiempo) en la otra. Qué quiere,

comprar otra cosa, comprendió la cajera. Claro.

Eso era. Entonces se adentró en el supermercado

y la muchacha se volvió para atenderme.

 


 



CIELO

 
Tocaron a la puerta y abrí y eran

los vecinos. Que había una golondrina negra

en su ventana, en la ventana que daba

al patio. La niña estaba aterrorizada

porque se había llevado un susto

al descorrer las cortinas y ver de pronto

aquel pájaro negro mirándola con sus alas negras

abiertas como emplastado

contra el cristal de la ventana. Así que salí

al patio —el pequeño patio polvoriento

donde se vertía todo el cemento de las paredes

del edificio— y allí estaba: la golondrina,

contra el cristal, respirando con agitación.

Los vecinos regresaron a su casa

y ahora se encontraban al otro lado,

en el interior del cuarto. Y yo

recuerdo que miré la golondrina —tenía

que hacer algo con ella, cogerla

con las manos—, y luego alcé la vista

y descubrí, en lo alto, un cuadrado de cielo azul.

Sólo un cuadrado de luz, luminoso,

allá en lo alto lejos.

 






 LOS VERSOS PERDIDOS Y ENCONTRADOS


Vivir escribiendo, sin desvelar

el misterio de la palabra. Ayer escribí

unos versos en los márgenes

de un periódico, y luego los olvidé,

abandoné el periódico y aquellos

versos en donde quiera

que me encontrase. Después

de leer a Juan Luis Panero —todo

hay que decirlo— escribí dos

versos y los extravié. Los escribí

por descuido y los olvidé descuidado.

Podían decir, eso es cierto, algo así como

vivir escribiendo, sin desvelar el misterio

de la palabra. En los márgenes

de un periódico... En la calle... Pudiera

ser que fuesen esos dos u otros

dos que ahora no acierto

a recordar, otros dos que —podría

suceder— otro poeta que ganará algún día

el Premio Hiperión o el Loewe

o el Adonais con sus versos (no

como yo), encuentre

en los márgenes de un periódico

para escribir ese poema suyo

que comienza: Vivir escribiendo,

sin desvelar el misterio de la palabra... Y

que continúa: Ayer, después

de haber leído —debo mencionarlo—

a Juan Luis Panero, encontré

estos dos versos en los márgenes

de un periódico... Y he pensado

que tal vez se trate de los versos

de un poeta que posiblemente

no gane nunca el Hiperión, el Loewe,

el Adonais, y que tal vez

no recuerde los versos perdidos,

o crea recordar que eran otros

que nada tengan que ver con estos,

como: Mirando alrededor, mirando, mirando...

mirar pasando por la vida alrededor.

Con los que escribirá ese poema suyo

que continúa: encontrar a Kurosawa

—la pintura que se mueve—

alrededor; atisbar a Kiarostami

—su mirada del mundo—

en los gestos de las personas;

descubrir desde la distancia

la distancia misma de lo que sucede

con frialdad en una historia

filmada por Kaurismaki...

Sus mismos colores, los colores

de todos ellos, mirarlos por la vida

alrededor... Vivir mirando,

sin desvelar el misterio

de lo mirado: estos dos versos

perdí un día, y encuentro

ahora para siempre.

 


 



UNA AMIGA, LEJOS

 
Le escribí una carta que no era una carta.

Por fecha algo así como no sé qué

día de abril. Y le dije frases

insuficientes. Le dije: Todos los días

son, de algún modo, el mismo

día, y sin embargo nunca más...

Quería ayudarla y le dije: Hay

ocasiones en las que uno cree

haberse quedado en el sitio,

en el sitio del tiempo.

A veces parece no haber futuro.

Todo se acaba. Nada es en adelante.

Pero NO ES VERDAD.

Nunca lo que pensamos —nuestros

miedos— es verdad.

No sigamos engañándonos.

Todavía es posible casi todo.

A pesar de nosotros mismos.

Y luego continué: Pero

no podremos —somos así—

dejar de darle vueltas

a todas esas consideraciones

(las tuyas, las mías),

aunque sea

lo que más daño nos hace.

Pensar sobre ello, escribir sobre ello...

Concentrarse en la vida,

en las cosas que realmente importan,

no resulta nada fácil. Ya

lo sé, le dije. Y probablemente

no exista curación para la enfermedad

de la vida —para qué vamos

a darnos demasiadas esperanzas—

pero uno puede conseguir

acostumbrarse a todo ello.

Y, por último, cosas como:

No convirtámonos

en nuestra principal batalla.

Démonos por perdidos.

Nuestra principal batalla,

realmente, se encuentra

en otro lugar. Olvidémonos,

por nuestro bien,

de nosotros.