Antonio Jiménez Paz

 
 Antonio Jiménez Paz. Fotografía: Karina Beltrán 
 

        
Verte y no verte en los pliegues

del aire, arcano de luz,

días y horas acechándote
para donarte los ojos fijamente
y en meandro deshacer mi boca
encerrada.
 
¿Dónde al fin nuestra cita?
¿Tal vez en el libro de las hadas?
 
Verte y no verte es mi hedor.
 
 


 
          Somos guerreros de un ejército
tras los recuerdos,
codo con codo unidos
por el bien de los enemigos,
otros guerreros de otro ejército
tras los recuerdos.
 
Cada guerra es una risa breve.
Los brazos, espadas largas.
 
 
 
 
 
Atardece en cueros y las luces braman.
Callado soy indulgente
con miríadas de ojos
que no calman los golpes de amor.
 
Tórrido, pues,
afronto la noche lunar.
 
Atardece en cueros.
Y parece
que todo el mundo va desnudo.
 
 
 

 
Entre muslos de laurel
anda escondido el deseo,
duerme como un niño
agazapado en la hojarasca.
Ahí su guarida sonrosada,
su rubor de infancia,
todos sus sentidos cubiertos.
 
Ahí también su boca inmensa
con naturaleza de ogro
tragando la fruta
que corretea por el bosque.
 
 
 
 
 
          No hay quién borre el lápiz de los labios,

el carmín de la carne,
el sánscrito nervio
heredado de los ancestros.
 
Cada huella me devuelve al principio
porque el amor no tiene fin.
 
 
 
 

 
¿Qué sol puede pronunciarse tras una batalla,
qué rayo filtrarse en las heridas
de carne contra carne
escarbadas?
 
¿Qué sol puede pronunciarse que no recuerde
una granada inminente y su eco,
qué palabra pronunciarse que no provoque
explosión?
 
 




 
Vago por una arcada de luz
bamboleándome con venias al viento,
asustando a los objetos sin sombra.
 
Vago sospechoso
en trenza de luz
camino de ser filamento,
raza del fuego primigenio.
 
Vago por la armonía del destello.
 
 
 
 


 
Que me salve mi mano
de atrapar versos perfectos.
Convertiríame en un imperfecto inútil
y el resto de los días supino aburrimiento.
 
El resto consecuente de la vida
sobras de un ejercicio.
 
Que se salve mi mano
de no escribir versos,
que me salve.
 
 





 
Un quejido en confianza,
tal vez una página herida
me haga feliz.
No en vano el jardinero poda
en favor de la floración.
 
Ojalá
un vapor del cielo
me rebose por dentro.


 
 
 
 
 
 
Tú no sabes registrar el alma,
romántico dedo
en domingos flagelado.
 
Te falta cosmos, lenguas
y una pizca de sal.
Sal si puedes. Y piérdete.
 
Yo me quedo cadáver
en tu alma.
 
 
 



 
Una vez temblé en medio del mar.
 
A mí llegó un anzuelo
amigo de hilo invisible
proclamándose azul
con rugido de alimento.
 
Temblé como un pez.
 
Pero sacié mi hambre en el fondo.
 
 
 
 


 
Ya no estoy en la escritura
ni en los dedos que se afanan por el lápiz,
ni en el brazo que a la tinta estimula,
ni en el codo que sustenta al deseo.
 
El sueño improvisa mi residencia.
 
Ahora estoy sentado sobre las olas
pendiente a ver si me leo.
 
 
 




 
Heme aquí, mar,
con toda la sed de un vaso de agua.
 
En tus entresijos deseo habitar
y entre tus vocablos quedarme para siempre.
 
He aquí, mar,
un hombre
que valora su existencia.
 
 
 
 


 
Está la mirada en su oficio.
Justo en el punto de diana
de la ballesta,
en otro ojo.
 
No es promiscuo el amor.
 
Tiene dos ojos siempre
y no por casualidad
siempre unos labios
para quedarse.
 
 
 



 
El cielo siempre ha presumido
ser una promesa.
Por eso envía lluvias cuando quiere
y despacha radiaciones cuando le entran ganas.
 
Algunas veces resulta una broma,
un lugar en ninguna parte,
un puñado de tierra querido azul
y lanzado al aire.
 
 
 




 
Es en el túnel de las caderas
donde se consume mi vida
y la vida de los perros.
 
Se llega y se entra,
se detecta el mundo
y se agarra con fuerza.
 
Los perros aúllan,
uno se acaba.
 
 
 



 
Ahora todo brama
y en cada beso de agua flota
una raíz que en todo momento
soñó inquieta con un árbol dulce
de frutos verdes.
Hay salutaciones en el movimiento de las hojas,
bolígrafos que describen a los transeúntes,
ángeles y ángeles que enverdecen el hocico,
pero que no salvan.
 
Sólo salva la carne
y la carne es un producto que  caduca.
 
 






 
Vanas son las respuestas
si los crisantemos florecidos
ya han enraizado la mesa y perfumado el aire.
Sólo queda ausencia:
libertad para escribir, libertad para borrar.
 
Blanco
justamente a través de los cristales;
blanco,
fin de café con leche y humo seseado.
¿Por qué se van las letras hacia el sueño?
¿Por qué yo me quedo de mar y redes mutilado?
 
Siempre el aire tensándolo todo.
Cada uno con su hambre.