El grupo de La Palma: notas que buscan su evidencia

   

Imágenes de la exposición El grupo de La Palma. Casa de Salazar.
Isla de La Palma
 

     Antes de analizar las evidencias que permitan considerar un fenómeno literario que se identifique con el título de este texto, El grupo de La Palma, acaso sea necesario discutir explícitamente los elementos que hacen de la práctica artística una condición de carácter colectivo. No puede hacerse de otro modo si se quiere hablar, con ciertas mínimas garantías, sobre un conjunto de autores asociado a un espacio tan ceñido como la isla de La Palma.  
    ¿Por qué hacer uso del concepto de “grupo” cuando nos referimos a escritores y escritoras cuya edad los posiciona en ámbitos cronológicos y estéticos diferentes? ¿Por qué, además, describir esta identidad grupal a partir de su vínculo con un lugar, una comarca que no deja de ser una minúscula partícula dentro de la trama del territorio global, apenas pavesa en la expresión social y cultural del presente? Arbolar la respuesta a tales preguntas parece tarea dificultosa salvo que se acepte que la única razón para reconocer la existencia de este grupo sea, precisamente, que nos encontramos ante unos autores y autoras que responden a la singularidad con expresa voluntad e intención identitaria: quieren ser escritores de La Palma.
    Dar por buena esta respuesta primera y parcial tiene, a su vez, dos consecuencias ineludibles. En primer lugar, supone aceptar que aquella singularidad con la que voluntariamente se identifican los autores es, por ellos concebida, inaudita presencia, excepción y rareza –y a lo extraordinario y raro se le suele atribuir siempre un valor añadido—. En segundo lugar, implica asumir que esta identificación con lo singular dota de sentido a aquello que escriben estos mismos autores. Sin embargo, ¿son ciertas ambas premisas? Es decir, ¿tan original resulta el fenómeno cultural asociado a La Palma que hace insoslayable la identificación con el mismo de quienes han nacido en aquella porción de tierra? ¿Tiene tan fatal desenlace haber nacido en la isla? Y además, ¿cuáles son esos elementos consustanciales dadores de sentido literario? Conviene acotar pues algunos indicios que orienten la búsqueda de certezas que ayuden aprehender el grupo de La Palma. Tres pueden ser las vías para alcanzar tal objetivo: el señalamiento de voluntades confluyentes; la configuración de una comunidad singular; y la presencia de rasgos compartidos.
    Una lectura del texto de Nicolás Melini que abre este libro no permite mantener dudas sobre el alcance de la voluntad de confluencia que dio carta de naturaleza a buena parte de las iniciativas gestadas entre los autores adscritos al Grupo de La Palma. De acuerdo con Melini, lo que se produce es un aunamiento de voluntades que fija la difusión de los textos ajenos y propios como razón de unidad en primera instancia: “Algunos de los más jóvenes decidimos fundar una revista literaria –Azul, cuadernos literarios— con el objetivo de apoyar y apoyarnos, tácitamente, en Elsa López y Ediciones La Palma, para intentar que algunos de aquellos jóvenes escritores trascendieran las fronteras de la isla, en un diálogo con los jóvenes escritores de las otras”. O dicho de otro modo, todo grupo se conforma literariamente alrededor de una toma de posición visible, de una manifestación colectiva pública.
   En el contexto literario insular, Azul actúa por ejemplo como iniciativa precursora y adelanta una estrategia que germinará pocos años después en otras dos propuestas grupales. La primera manifestación colindante se dará en Tenerife. Me refiero al pliego de poesía Paradiso y a la posterior antología que, reuniendo a los siete poetas artífices de aquella publicación, editó Andrés Sánchez Robayna en 1994. La otra expresión colectiva tendrá también forma de antología, aunque en esta segunda ocasión proviniendo de Gran Canaria. Así, cuatro años más tarde aparecerá el libro Última generación del milenio (Poesía canaria 1998). También para esta segunda antología puede señalarse la existencia de una publicación periódica que actúa como antecedente, la primera época de la revista Plazuela de las letras, editada entre 1995 y 1998. Una y otra propuestas quedaron acotadas sin embargo por estrategias generacionales y programas excluyentes.
    La particularidad del Grupo de La Palma (y de Azul como una de sus apuestas iniciales) es que, al exceder voluntariamente cualquier restricción de escuela o generación, permite implantarse como ligazón, no con una, sino con varias de las propuestas públicas –unas sincrónicas y paralelas, otras encadenadas en el tiempo— que han acabado por determinar al conjunto de la literatura insular de un entresiglos que comienza a mediados de los años 80 del XX y acaso ya hoy –2011— esté finalizado como época cultural. Tal ligazón deviene en una comunidad singular. “De pronto, todos los escritores de otras islas, y no pocos de la península, volvieron su atención hacia La Palma; hacia Ediciones La Palma. Es increíble cómo la potencia de las ideas de algunas personas con capacidad creadora puede conferir un valor añadido a las cosas, incluso a las personas; incluso a los pueblos”, escribe de nuevo Nicolás Melini.
    Efectivamente, el marco de difusión literaria que se abre, a partir de 1989, bajo el amparo del Grupo de La Palma representa una de las fortalezas que ha permitido sostener la creación literaria canaria durante más de dos décadas. Los promotores de Azul, Ediciones La Palma y La Fábrica apostaron de manera clara y sostenida por los escritores y escritoras insulares, independientemente de su filiación estética o generacional. Sus catálogos e índices ayudan a perfilar lo que ha sido y es la literatura canaria de entresiglos  en un momento en que, paradójicamente, se abandona de manera paulatina (y acaso furtivamente) el debate sobre la condición diferencial del arte y la literatura canaria. Aunque en ninguna de las publicaciones promovidas por el grupo palmero se consideró pertinente debatir de manera expresa el fenómeno de la tradición literaria canaria, el hecho es que resulta posible hablar de una concepción de la literatura canaria mantenida desde las páginas de Azul y La Fábrica; consentida y cuidada por las colecciones de Ediciones La Palma. Me refiero a una noción abierta, asentada en la idea de la obligatoria conexión de la poesía y la narrativa insular con las literaturas otras, sin que ello implique revocar su filiación primera; justo lo contrario. De ahí, por ejemplo, la necesidad de confluencia de los, por aquel entonces, jóvenes autores palmeros con sus coetáneos de las otras islas, que se señala como motivación básica en la aparición de Azul, según su principal artífice, Nicolás Melini. También de esa misma concepción abierta (híbrida incluso, si se quiere) provienen las colecciones de Ediciones La Palma (en particular, Ministerio del Aire o Tierra del Poeta). Igual reconocimiento implícito sostuvo Anelio Rodríguez Concepción para cada número de La Fábrica, publicación activísima en lo que se refiere a la construcción de una tupida trama de contactos y vínculos con muchos de los territorios literarios del idioma español.
    Todas las iniciativas gestadas en el Grupo de La Palma dan por bueno el hecho de que referirse a una tradición interna canaria (haciendo uso del concepto tal y como lo delimita el poeta Eugenio Padorno) es solo posible mediante el cotejo efectivo de la misma con otras tradiciones literarias. Superados los dos decenios desde que surgieran aquellos primeros bríos, es fácil contemplarlos ahora como una de las claves que facilitaron el envite de la normalización de la literatura canaria, entendiendo por normalización su acoplamiento ordinario y su visibilidad reiterada con y desde otros espacios culturales, sean estos comparativamente mayores o menores. Porque –y este es quizás su rasgo más relevante— la movilización literaria propugnada desde La Palma permite contemplar la literatura canaria como lo que es: una literatura pequeña, un espacio de creación menor, reducido, acotado a unos límites muy precisos.
    En un texto publicado en 2010 en el número 35 de la revista Guaraguao, Ignacio Echevarría escribe: “La opción que le queda al escritor es la de conformar sus perspectivas y sus estrategias personales a su propio país, obrando, en la medida de lo posible, por dilatar sus horizontes. Lo cual pasa, al menos en una primera instancia, por sacar partido a la relativa pequeñez de su medio, que si por un lado limita su campo de acción, por el otro admite más fácilmente ser alterado y transformado” (pág. 27). Se refiere precisamente el crítico español al autor o autora que escribe desde/en una literatura pequeña, y lo hace a partir de la interpretación que realiza de las entradas que Kafka realiza en sus diarios los días 25, 26 y 27 de diciembre de 1911. Cuenta además Echevarría para su propuesta con el fundamental ensayo de Gilles Deleuze y Félix Guattari titulado Kafka, Por una literatura menor (Edición original en francés, 1975. Les Editions de Minuit).
    Echevarría, como antes hicieran Deleuze y Guattari, apunta las ventajas de las que dispone quien escribe desde una literatura pequeña, minoritaria e inserta en otra mayor (cuando no esta, plena y omnipresente): “Vivacidad, polémica, proximidad de los interlocutores, cauce común de intereses y de referencias. Menor coerción normativa. Distancia más corta con su propio público, con sus lectores. Relajación de las fronteras entre autor y lector, que conviven y se reconocen en un espacio más limitado. Por lo mismo, conexión con la política, en un sentido inmediato y profundo”. Todo esto acaso estuvo presente en las actividades del Grupo de La Palma. 
    Evidentemente en medio de procesos de globalización económica y cultural, de redes sociales planetarias y de mercados financieros internacionales, resulta difícil aceptar que la propia visión y visibilidad responda apenas ante un espacio reducido, pequeño, mínimo incluso, desplazado de todo posible centro de influencia y poder. Sí, resulta difícil (sobre todo para la vanidad), entre otras razones porque los oficiantes de tales estrategias homogeneizadoras no pierden ocasión para enfatizar las bondades y el valor de lo global, la plenitud de lo mayor. Sin entrar a debatir ahora qué efectos tengan estos fenómenos sobre las identidades locales o sobre los argumentos y el fervor cosmopolita en relación con la creación artística, quizás sí convenga comenzar a valorar hasta qué punto, a día de hoy, cierto afán “cosmopolita” no se haya trabado a un enfoque (internacional) de mercado y, por tanto, su primacía no es sino consecuencia directa (aunque pocas veces reconocida) de procesos de “dislocación” especulativa asociados a ciertas prácticas de la industria editorial.
    Y frente a esto, las literaturas pequeñas. Cómo esta evidencia pueda incidir en la caracterización futura de la creación literaria insular aún está por ver. No obstante, atenerse al ya mencionado texto de Deleuze y Guattari  ayuda a apuntar algunas rutas.
   De acuerdo con los dos pensadores, “aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de una literatura mayor debe escribir como un judío checo escribe en alemán o como un uzbeko escribe en ruso. Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (pág. 30. 1ª Edición en español. Ediciones Era, México. 1978). Desde esta perspectiva es posible recuperar el centro del problema fundamental para todo poeta y narrador, incluso cuando este parta de una identidad (y comunidad) tan frágil o escéptica como la canaria: afrontar y enfrentar “la máquina de expresión colectiva” que es toda lengua. ¿Cómo, entonces, resituar la experiencia poética del lenguaje en las Islas Canarias para confrontar su sustantivo territorio menor, pequeño?
    De nuevo en este punto, una lectura sosegada de alguno de los textos gestados por los autores del Grupo de La Palma puede dar pie, aportar alternativas. Para ello, cinco o seis de sus libros resultan claves de una propuesta compartida. Ciñéndome a la poesía, he aquí mi elección: Prehistórica y otras banderas (1990), de Leocadio Ortega; La fajana oscura (1991), de Elsa López; Poma (1987), de Anelio Rodríguez Concepción; Casi todo es mío (2005), de Antonio Jiménez Paz; El ojo entornado (1996), de Ricardo Hernández Bravo, y Cuadros de Hopper (2002), de Nicolás Melini. Entre la primera edición del texto más antiguo y la del más reciente son casi esos veinte años.
    Antonio Arroyo Silva, en su ensayo sobre el libro de Leocadio Ortega (El Perseguidor, nº 35. Suplemento de Diario de Avisos. Julio 2011), identifica “la imitación diferencial” como el  mecanismo poético que, arrendado a exiliados como Oscar Hahn y Juan Gelman, permite a su autor alejarse críticamente de su espacio de lengua, entendiendo que ese espacio viene demarcado, tanto por el sistema oral cotidiano, como por el idiolecto anclado en una determinada tradición literaria. Leocadio, parafraseando a Deleuze y Guattari, escarba en su jerga y escribe con los pedazos que hace saltar de ella. Igualmente, en Poma y en El ojo entornado, Anelio Rodríguez Concepción y Ricardo Hernández Bravo desmontan el fraseo oral, quiebran la sintaxis y la desciñen mediante el anclaje de los acentos: el poema es sensualista, se va construyendo a través del desacato de la propia materia verbal ante el orden lingüístico. Por su parte, en La fajana oscura Elsa López opera sobre el origen mismo de la creación literaria y la cultura y, sin concesiones, lo emplaza en un lugar otro, un espacio umbroso, denso, inmemorial. Si en el Egeo homérico Ulises arriba a Itaca –su luz orientadora—, en el libro atlántico de Elsa López, el héroe se extraviará voluntariamente lejos del mar iluminado. Para ello se carga el poema con enunciados compuestos que se deslizan de un verso al otro, se expanden mediante subordinaciones sinuosas hacia la más húmeda fronda. En cuanto a Nicolás Melini y Antonio Jiménez Paz, en Cuadros de Hopper y Casi todo es mío respectivamente, traspasan las claves del poema cebando sus límites ya desde el relato, ya desde el aforismo. Al tiempo, dan al traste con el prototipo lírico extremando los usos coloquiales y las experiencias cotidianas del lenguaje: elaboran un poema sin límites definidos en su forma, inconcluso, siempre sospechoso y fronterizo. Además, todo esto se efectúa, en gran medida, mediante un diálogo extemporáneo (según el canon poético peninsular del momento) con la(s) poética(s) avanzadas desde el lado atlántico y americano del idioma y de las otras lenguas colindantes.
    De lo escrito hasta aquí no debe concluirse que se esté ante una anomalía, que estos libros resulten una magnífica excepción dentro del conjunto de la poesía canaria de las dos últimas décadas. Tampoco lo son con respecto al resto de la producción literaria, ya sea poética o narrativa, de los escritores y escritoras del Grupo de La Palma. Recuerden (volvemos a Kafka) que una literatura pequeña se constituye como visible realidad artística a partir de su misma condición de fenómeno múltiple y colectivo. También polémico, qué duda cabe.
    Referirse al Grupo de La Palma como conjunción abierta posibilita por ejemplo que la vinculación americana que señala Arroyo Silva para la obra de Leocadio Ortega se haga también extensible a otros integrantes del grupo. Así es posible rastrear la familiaridad de Hernández Bravo con Lezama o con el ya citado Gelman, la conexión de Melini con Raymond Carver, la revisión polémica que hace Jiménez Paz de Gonzalo Rojas o de Roberto Juarroz, la cercanía de Rodríguez Concepción a Jorge Boccanera, las resonancias de Westphalen o de Jorge Eduardo Eielson en el propio Antonio Arroyo Silva. En este sentido, en el Grupo de La Palma se intensifica de forma crítica la clave siempre reiterada (Jorge Rodríguez Padrón, Andrés Sánchez Robayna, Eugenio Padorno, Nilo Palenzuela, entre muchos otros) a la hora de caracterizar la poesía insular más vigorosa: su fundamento en el pensamiento moderno y las vanguardias. Sin embargo, frente al estatismo de una caracterización, por repetida, ya con escasa capacidad reveladora, los autores palmeros buscaron otras lecciones que les permitieran reinterpretar y vivificar aquella herencia. Y con tal actitud compartida siguen oteando, firmes, desde la isla y la literatura chica.

ernesto suárez

Elsa López, ediciones La Palma y otras razones para esta antología


 
Elsa López. Fotografía: Tato Gonçalves

      Sucedió hace 20 años, en La Palma. Y resulta insólito. De pronto hubo un buen grupo de personas queriendo escribir literatura; poesía y narrativa, principalmente. En ello concursó el nacimiento de una editorial, Ediciones La Palma, en 1989, una iniciativa de la poeta Elsa López, la primera de todos ellos que en aquellos años había llegado tan lejos con su literatura como para poder tirar del carro, imponiendo un ritmo a los esfuerzos institucionales y a las contadas iniciativas literarias que se daban en aquel momento. Personalmente, creo que lo que sucedió en la isla entonces fue que hubo Elsa López (sin menoscabo de otros esfuerzos que también tienen su lugar en toda esta historia), de vuelta de Madrid y en plena madurez creativa. Y que Elsa López no sólo podía, sino quería propiciar, posibilitar que el talento que hubiese en la isla encontrase un camino. Un acto de generosidad, por tanto. Se trata de una poeta que nunca pretendió crear escuela, fabricar poetas en su propio honor ni nada por el estilo. Quería publicar los libros de los más jóvenes. Y no lo hizo sólo con los más jóvenes de La Palma, sino con los más jóvenes de otras islas y de la península. Siempre me ha parecido que Elsa no ha tenido una verdadera vocación de editora; lo cual, a mis ojos, convierte en más meritorio su trabajo como tal. Su vocación es, más bien, la de dar curso a la creatividad literaria de los otros, y muy especialmente a la de los más jóvenes. Y si para eso lo que toca es hacer una editorial, la hace. Elsa es de esas pocas personas que no pueden permitirse a sí mismas dejar pasar la ocasión de llevar a cabo algo que merece la pena y pudiera estar a su alcance. Y fue así cómo fundó una de las pocas editoriales independientes que existieron en Canarias a principio de los 90. De pronto, todos los escritores de otras islas, y no pocos de la península, volvieron su atención hacia La Palma; hacia Ediciones La Palma. Es increíble cómo la potencia de las ideas de algunas personas con capacidad creadora puede conferir un valor añadido a las cosas, incluso a las personas; incluso a los pueblos. En este caso, tal vez en la isla no se estuviese dando una coyuntura económica o social especialmente propicia; no mejor que la de años posteriores, y, sin embargo, lo que sucedió entonces no parece haberse vuelto a producir. Por entonces, escritores muy jóvenes que ya habían publicado sus primeros textos en los 80 –en unos casos gracias al premio Félix Francisco Casanova, ordenado por Pilar Rey y Antonio Abdo; o a las esporádicas publicaciones literarias de Caja Canarias, al principio en colaboración con la editorial Pilar Rey; o en La Laguna, Tenerife, gracias a publicaciones vinculadas a la Universidad— encontraron en la iniciativa editorial de Elsa López la posibilidad de reafirmarse. Algunos de los más jóvenes decidimos fundar una revista literaria –Azul, cuadernos literarios— con el objetivo de apoyar y apoyarnos, tácitamente, en Elsa López y Ediciones La Palma, para intentar que algunos de aquellos jóvenes escritores trascendieran las fronteras de la isla, en un diálogo con los jóvenes escritores de las otras. Y también algunos de aquellos vimos publicado nuestro primer libro –si no alguno de los primeros— en la editorial de Elsa. La nómina sonará pues se trata de escritores que, en el transcurso de estos 20 años, han ido aportando títulos a la literatura insular en distintos géneros: Leocadio Ortega, Anelio Rodríguez Concepción, Antonio Arroyo Silva, Antonio Jiménez Paz, Inmaculada Hernández, Ricardo Hernández Bravo, Antonio Abdo, Miguel Gómez, Elica Ramos, Maiki Martín Francisco… Después de 22 años del surgimiento de Ediciones La Palma (20 de Azul, cuadernos literarios), estos nombres se encuentran vinculados, en unos casos, a ediciones La Palma “y” Azul; y, sólo en alguno de los casos, a Ediciones La Palma “o” Azul. Y, posteriormente, ya avanzada la década de los 90, a la revista La Fábrica, de Anelio Rodríguez Concepción. Resulta evidente que la trayectoria de Ediciones La Palma sobrepasa en mucho lo acontecido en La Palma en aquellos primeros años de los 90; y que, sin embargo, la acción de Azul, cuadernos literarios, se circunscribe a lo sucedido en el ámbito de la isla y durante aquellos primeros años de los 90. Se trata, pues, de celebrar con esta antología poética ese espacio-tiempo común: La Palma a principios de los 90: Los mismos protagonistas: Un objetivo similar: Un instante de confluencia de un buen número de autores en un par de iniciativas editoriales… Al fin y al cabo, 20 años después –cada autor en su camino personal por derroteros distintos— podemos ofrecer una obra consolidada y que, efectivamente, trasciende en mucho los límites de la isla. Valga también para homenajear al primero de estos autores que ha desaparecido, acaso nuestro particular maldito, Leocadio Ortega.

Estos autores en Ediciones La Palma
    Con múltiples colecciones dedicadas a diversos géneros, Ediciones La Palma ha tenido una trayectoria amplia, destacando especialmente la poesía. La razón: la cercanía de la editora a este género. Así podemos encontrar, entre los autores de poesía que han publicado sus libros con ediciones La Palma, una nómina ciertamente extraordinaria: Octavio Paz, Pepe Hierro, Claudio Rodríguez, Antonio Gala, Juan Antonio Masoliver Ródenas, José Ángel Valente, Luis Feria, por citar sólo algunos de tantos; repartidos, principalmente, en dos colecciones, la Colección Retorno, y la colección Tierra del poeta, ésta dirigida por Eugenio Padorno y Andrés Sánchez Robayna.
    En el caso de los escritores de la isla de La Palma, fueron incluidos en la “colección general” de la editorial desde la fundación de la misma: el primer libro de cuentos de Anelio Rodríguez Concepción, La Habana y otros cuentos (1990), lo mismo que Prehistórica y otras banderas, de Leocadio Ortega, el mismo año; el primer libro de poemas de Antonio Jiménez Paz, Los ciclos de la piel (1992); y Algebas, de Inmaculada Hernández Ortega, el mismo año. Yo mismo publiqué mi primer libro de poemas, El camino dorado (1989), Miguel Gómez su primera novela, La casona de la calle adoquinada (1992) y Ricardo Hernández Bravo su única incursión en el relato, Siete cuentos (1997). Con posterioridad, los poetas de la isla de La Palma encontraron sitio, además, en la colección Ministerio del Aire, colección fundamental para entender la poesía emergente de las islas en estos últimos 20 años, ya que tiene su centro de gravedad depositado sobre la poesía más joven del archipiélago (Ernesto Suárez, Bernardo Chevilly, Pedro Flores, Verónica García, Víctor Álamo de la Rosa, etc.), pero que incluye también a poetas consolidados de las islas, como Arturo Maccanti (Premio Canarias de las Letras), además de algunos poetas jóvenes peninsulares. Tres poetas de la presente antología han publicado algún libro en esta colección: Ricardo Hernández Bravo con El ojo entornado (1996), Maiki Martín con Sin que yo opine lo contrario (2003, IV Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Santa Cruz de La Palma” 2000), y yo mismo con Cuadros de Hopper (2002) y Adonde marchaba (2005). Además hemos de contabilizar a otra poeta de La Palma con dos volúmenes en dicha colección: Lucía Rosa González con De dónde el vuelo (1998) y Sueños de qué mundo (2003, Finalista del IV Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Santa Cruz de La Palma 2000). Otra de las colecciones de Ediciones La Palma en la que se ha incluido libros de estos autores es la colección La Caja Literaria –cuyo consejo asesor está constituido por Juan José Delgado, Juan-Manuel García Ramos, Elsa López y Carlos Pinto Grote—, en este caso la primera novela de Anelio Rodríguez Concepción, La abuela de Caperucita (2008), y mi primera novela, El futbolista asesino (2000).

Breve nota sobre el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Santa Cruz de La Palma

    Elsa López y Ediciones La Palma han impulsado, además, el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Santa Cruz de La Palma, otra de las claves de este tiempo, principio de los 90 en la isla. De periodicidad lustral, coincidiendo con la Bajada de la Virgen, creado en 1990 y convocado por el Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma, el premio se ha celebrado además el año 1993, con motivo de la celebración de los 500 años de la fundación de Santa Cruz de la Palma. Esto es, en los años 1990, 1993, 1995, 2000, 2005 y 2010. Ha contado en el jurado con importantes personalidades de la poesía (mención especial para los que más han ejercido esta influencia en el premio, José Hierro, Carlos Sahagún y Rafael Morales), y lo han obtenido desde una entonces prometedora Chantal Maillard, hasta una jovencísimas poeta de la propia isla, Maiki Martín Francisco.
    En la primera convocatoria, 1990, el jurado estuvo compuesto por José Hierro, Elsa López, Rafael Morales y Carlos Sahagún. Y el libro ganador resultó ser El pájaro mudo de Luz Pichel (Ediciones La Palma, Madrid, 1990).
    En la segunda convocatoria, 1993, el jurado estuvo compuesto por Joaquín Benito de Lucas, José Hierro, Elsa López, Rafael Morales y Carlos Sahagún, y el libro ganador resultó ser Poemas a mi muerte de Chantal Maillard (Ediciones La Palma, Madrid, 1994).
    En la tercera convocatoria, 1995, el jurado estuvo compuesto por Francisco Brines, José Hierro, Elsa López, Eugenio Padorno y Andrés Sánchez Robayna, y el libro ganador resultó ser Fauna para el olvido de Alicia Llarena (Ediciones La Palma, Madrid, 1997).
    En la cuarta convocatoria, 2000, el jurado estuvo compuesto por José Hierro, Diego Jesús Jiménez, Elsa López, Arturo Maccanti y Chantall Maillard, y el libro ganador resultó ser Sin que yo opine lo contrario de Maiki Martín Francisco (Ediciones La Palma, Madrid, 2003), siendo finalista el libro Sueños de qué mundo de Lucía Rosa González.
    En la quinta convocatoria, 2005, el jurado estuvo compuesto por Elsa López, Alicia Llarena, Maiki Martín y Urbina González de Ara Parrilla y el libro ganador resultó ser El país de los caballos ciegos (próxima edición) de Frank Dopico.
    Y, por último, en la sexta convocatoria, 2010, el jurado estuvo compuesto por Víctor J. Hernández Correa, Elsa López, Maiki Martín Francisco y Anelio Rodríguez Concepción, y resultó ganador el libro La poesía debe ser como la bala que mató a Kennedy  (2010) de Pedro Flores.

 
Pila Rey y Antonio Abdo

Antonio Abdo, ediciones Pilar Rey y el Premio Félix Francisco Casanova

    Antonio Abdo y Pilar Rey son una pareja a la que muchos relacionarán, sobre todo, con el teatro, ya que durante décadas han sido los gestores de la Escuela Municipal de Teatro de Santa Cruz de La Palma. Recientemente, esta Escuela ha adoptado el nombre de Pilar Rey, y la recién inaugurada Biblioteca de Teatro del Teatro Circo de Marte, el nombre de Antonio Abdo, honores que hablan de una larga trayectoria realizada con grandes dosis de paciencia, constancia, modestia y, sobre todo, generosidad hacia la comunidad en la que la han desempeñado. Pero en paralelo, o como si formase parte de una única actividad cultural que debía extenderse más allá del teatro, pusieron en marcha –en los 80— una editorial, ediciones Pilar Rey, y fundaron los premios literarios para jóvenes “Félix Francisco Casanova”. Podemos considerar esta actividad editorial una base indispensable para todo lo que con posterioridad se produjo en la isla de La Palma. Algo que, además, es perfectamente constatable siguiendo el listado de títulos de la editorial Pilar Rey y el nombre de los ganadores del premio "Félix Francisco Casanova" de aquellos años 80. Revisando el Catálogo de Ediciones Canarias publicado por la Viceconsejería de Cultura y Deportes en 1988, encontramos una producción editorial –hasta ese año— de 65 títulos (los primeros datan de 1976, 1978 y 1979). Con posterioridad a ese año de 1988, Antonio Abdo y Pilar Rey debieron abandonar su idea editorial, pero aún así continuaron publicando el premio "Félix Francisco Casanova" hasta hoy, 2011. Queda por contar, pues, la historia de esta actividad editorial desde un punto de vista que excedería mi conocimiento y el cometido de este prólogo, pero –y esto es lo que nos concierne— en dicho Catálogo de Publicaciones Canarias del año 1988 encontramos los primeros textos publicados por algunos de los integrantes de esta antología: Leocadio Ortega en el volumen del premio "Félix Francisco Casanova" de 1981; Antonio Jiménez Paz en el volumen del mismo de 1986; Anelio Rodríguez Concepción, que publicó en la editorial su primer libro de poemas, Poemas de la guagua, en 1984; e Inmaculada Hernández Ortega porque hizo lo propio con su primer libro de poemas, Guerrillas de inconsciencia, el mismo año. Se trata de al menos 4 figuras esenciales de la literatura de la isla durante los años siguientes.

Historia íntima de Azul, Cuadernos Literarios
    El primer capítulo de la pequeña historia íntima de Azul fue otra revista, publicada un año antes, en 1990, con el nombre de Jóvenes Escritores. Para ello, Carlos Hernández me puso en contacto con Inmaculada Hernández Ortega, que unos años antes había publicado su primer libro de poemas, y juntos comenzamos. Aprovechamos el entusiasmo político de las fiestas lustrales de 1990 para conseguir financiación a través de la Consejería de Juventud, y llevamos a cabo un único número, enorme, pretensioso, irrepetible, de Jóvenes Escritores. Comprendiendo que no todos los años bajaba la Virgen en La Palma, pero también que, tal vez, una revista como aquella requería, no sólo más financiación, sino más experiencia de la que podíamos atesorar, debimos adaptar el proyecto, y así fue cómo comenzamos a trabajar en la idea de Azul, Cuadernos Literarios, con un objetivo muy modesto: se trataba, simplemente, de conseguir que los autores jóvenes que había en la isla de La Palma trascendieran sus fronteras, relacionándose con los jóvenes de otras islas, principalmente Tenerife y Las Palmas. Observábamos que en Tenerife y Las Palmas estaban surgiendo algunos jóvenes escritores y se trataba de poner en ese mapa, también, a los que se encontraban en La Palma. Una estrategia para conseguir ese objetivo era publicar a esos jóvenes de Tenerife y Las Palmas. Es decir, se trataba de anunciarnos como una revista que no iba a publicar sólo a escritores de La Palma, ni siquiera a publicar sólo a autores jóvenes e inexpertos, pues, intuitivamente, resultaba más eficaz para cumplir aquel modesto objetivo mezclar a los jóvenes con escritores que tuviesen cierta trayectoria. Ya en el primer número contamos con algunos poetas que había conocido en Lanzarote el verano anterior, en un encuentro con el poeta chileno Gonzalo Rojas y el crítico Jorge Rodríguez Padrón. Junto a estos autores de Tenerife y Las Palmas –Cecilia Domínguez Luis, Tasio Barrera y Juan Luis Perdomo Manzaneque—, un joven de la isla –Leocadio Ortega—, una personalidad de la cultura insular con trayectoria –Antonio Abdo— y otra joven poeta –Lilia Rodríguez—, inauguraron Azul en su primer número (Primavera de 1991).


Portada del número 5 de Azul, cuadernos literarios

 
    En los cinco números siguiente fuimos probando diferentes combinaciones, para terminar  contando (de manera abierta, sin postulados estéticos ni generacionales) tanto con los más jóvenes de la isla como con los más veteranos, del mismo modo que con los más jóvenes y veteranos de las otras islas.
    Antonio Arroyo Silva, Miguel Gómez, Antonio Jiménez Paz y Ricardo Hernández Bravo en el segundo número (Otoño de 1991).
   Anelio Rodríguez Concepción, Ricardo Hernández Bravo, Leocadio Ortega, Inmaculada Hernández Ortega, Elica Ramos, Antonio Jiménez Paz y yo mismo en el tercero, bajo el título “Penúltimos poetas palmeros” (Verano de 1992).
    [En este tiempo decidí irme fuera de la isla, a EE.UU., pero aun estando fuera realicé, en coordinación con Inmaculada Hernández Ortega y Carlos Hernández, varios números más].
    El cuarto desde Columbus, Ohio (Primavera de 1993): Cándido Camacho y Loló Fernández, Dolores Campos Herrero, Marcelino R. Marichal, Rafael José Díaz, Bernardo Chevilly, Victor Álamo de la Rosa, Francisco Croissier, Antonio Bordón (sobre Pino Betancor) y Fredy Crescente (sobre Carlos Fuentes).
    Y un año después, ya instalado en Madrid, el quinto y el sexto: Rafael Morales y Elsa López, Anelio Rodríguez Concepción, Antonio Arroyo Silva, Mariano Vega, Felipe Aranguren, Sergio Domínguez Jaén, yo mismo, Dolores Campos Herrero y Ramón Gómez Brito en el quinto (Invierno de 1994).
    E Isaac de Vega, Fernando Senante, Juan José Delgado, Sabas Martín, Rubén Díaz, Dolores Campos Herrero y yo mismo en el sexto y último (otoño de 1994), este en formato libro y con la narrativa de las islas como motivo monográfico.
    Creo que en la isla de La Palma obtuvimos una repercusión notable. Supongo que era la novedad, la juventud, que éramos muchos, la coincidencia y complicidad con Ediciones La Palma –lo cual nos multiplicaba y multiplicaba en cierto modo a la propia editorial en aquellos primeros años…—, pero también, y sobre todo, que contamos con la simpatía de los medios de comunicación, muy especialmente con la radio que dirigía Julio Marante y con muchos de los presentadores de programas, especialmente Amado González y Antonio Manuel. Además, yo era futbolista: fue una época en la que acudía a la radio el lunes como futbolista y el viernes como tertuliano. Nuestro Carlos Hernández trabajaba también en aquella radio en la que todavía se hacía programación propia, y con su indudable arte para la promoción lacónica y casi cainita –él, el único que no escribía literatura ni estaba interesado en promocionarse— ejercía de agente infiltrado en los medios y conseguía promocionarnos a todos. Además, el amigo Miguel Calero, que nos hizo la maquetación de los primeros números, llevaba la sección de La Palma del Diario de Avisos; Fernando Senante –a quien había conocido también durante aquel encuentro con Gonzalo Rojas en Lanzarote—, coordinaba la página “Borrador” del mismo periódico en Tenerife; y Antonio Bordón, ya en La Provincia por entonces, se interesó de inmediato por la revista y quienes la hacíamos.
    Después de todo, pasados estos 20 años –que no son nada y se dicen pronto, pero hay que ver lo que ha llovido y quién nos vio y quién nos ve—, resulta agradable comprobar cómo muchos de aquellos escritores jóvenes que se encontraban en La Palma a principios de los 90 se han incorporado con naturalidad al sistema literario del archipiélago, son seleccionados en las principales antologías, publican en las principales editoriales de la región y reciben el elogio y la consideración que sin duda merecen; es algo que, posiblemente, nunca antes se había producido de este modo, en un número tan grande de autores de La Palma.
    Un tiempo después de surgir Azul en la isla de La Palma hicieron aparición, tanto en Tenerife como en Gran Canaria, nuevas revistas fundadas por los más jóvenes del lugar, como Paradiso (en La Laguna) y La Plazuela de las Letras (en Las Palmas). Es de colegir que esta, finalmente, fue una necesidad de muchos jóvenes escritores de las islas a principios de los 90: llevar a cabo revistas literarias en las que dar a conocer sus primeros trabajos.

Anelio Rodríguez Concepción

 La Fábrica de Anelio Rodríguez Concepción
    A principios de 1995 me encontraba en Madrid y –alejado de La Palma, de los objetivos que nos habían animado a poner en marcha Azul, del ámbito en el que tenía sentido, y con la mente puesta en otros objetivos— todo parecía indicar que la revista dejaría de existir más pronto que tarde. Anelio Rodríguez Concepción me llamó un día y me preguntó, con la caballerosidad que le caracteriza y que es tan de agradecer, si me parecería mal que él pusiera en marcha una nueva revista en la isla. Por supuesto le dije que, al contrario, me parecía una gran noticia y que tenía que hacerlo. Aquello me ayudó, además, a decidir que no sacaría ni un solo número de Azul más.
    La Fábrica heredó de Azul el espacio insular donde se realizaba; características concretas, como el reducido número de páginas (al principio muy similar); y cosas nada baladíes, como los patrocinadores. Enseguida demostró ser una revista literariamente ambiciosa: Anelio no se conformó con nuestro modesto objetivo de publicar a los jóvenes de la isla y conseguir que sus trabajos alcanzaran las costas de enfrente. Se propuso hacer una buena revista, para mí una de las mejores que ha tenido el archipiélago en los últimos 20 años. Es de destacar el buen trabajo como editor (un oficio tan diferente al de escritor) de Anelio en esta revista. Pronto conseguiría diversificar sus patrocinadores. Pronto superaría la cantidad de números que habíamos sacado adelante con Azul. Por supuesto que aquellos mismos poetas insulares colaboraron también en algunos de los números, pero La Fábrica contó además y sobre todo con principales voces, por supuesto de Canarias, pero también del resto del país; pero también internacionales; y no sólo de la literatura, sino de otras artes: la música, la escultura, el cómic, el cine… No hay más que repasar la lista de quienes colaboraron en La Fábrica para descubrir nombres como los de Víctor Erice, José Ángel Valente, Cristino de Vera, Andrés Sánchez Robayna, Gonzalo Torrente Ballester, Pedro González, Luis Mateo Díez, Ernesto Suárez, Gastón Baquero, Sophia de Mello Breyner Andresen, José María Merino, Eugenio Padorno, Bern Dietz, Toni Montesinos, Lázaro Santana, Jorge Amado, Poldo Cebrián, Ángel Sánchez, Peter Bagge, Moebius, Eduardo Moga, Wole Soyinka, Tarek William Saab, Dolores Campos Herrero, Juan José Millás, Luis Feria, Paul Auster, Jordi Doce, Jorge Gorostiza, Rafael Arozarena, Augusto Roa Bastos, Ana María Matute, Care Santos, Elsa López, Sabas Martín, Fernando Savater, Ted Hughes, Jorge Eduardo Benavides, Eugenio Montale, Manolo Blahnik, José Hierro, Polo Ortí, Alfredo Bryce Echenique, Rubén Blades, Jorge Rodríguez Padrón, José Balza, Arturo Maccanti, Juan Carlos Méndez Guédez, Eduardo Chillida, Antonio Bordón, José Luis Alonso de Santos, Eloy Tizón, Juan Carlos Chirinos, Manuel Rivas, Ignacio Sanz, Daniel Barenboim, Antonio López, Marcel Hanou, entre otros muchos a lo largo de sus 30 números de vida, periódicamente editados, trimestralmente, hasta el otoño de 2005.
 
Varios número de La Fábrica
      En resumidas cuentas, una década, en la que sorprende encontrar tanto nombres que sólo más tarde obtendrían la relevancia que hoy les conocemos (Fernández Mallo, Neuman, Paz-Soldán), como nombres que se encontraban en la cúspide de sus carreras en el dmomento que publicaron en la revista (Bernardo Atxaga, José Saramago, Antonio Gamoneda). Autores consagrados de las islas (Isaac de Vega, Luis Alemany, Manuel Padorno), y jóvenes de las islas que en estos años han publicado sus obras más prometedoras (Bernardo Chevilly, Pedro Flores, Álvaro Marcos Arvelo).
    La Fábrica es además una publicación que sólo se entiende en la más absoluta independencia de cualquier grupo editor o periódico, de ahí la radical heterogeneidad de sus colaboradores, una nómina alejada tanto de los círculos de influencia de las islas como de los de la península, pues bebe en todos y en ninguno en particular. Hay que entender, pues, independiente la actividad editora de Anelio Rodríguez Concepción respecto de posibles concomitancias con la editorial de Elsa López, incluso habiéndose producido de manera paralela a la de Ediciones La Palma. Y sin embargo, tiene en común una serie de autores de la isla tanto con Ediciones La Palma como con Azul: Leocadio Ortega, Ricardo Hernández Bravo, Antonio Jiménez Paz, Elsa López, el pintor Pedro Fausto, el propio Anelio Rodríguez Concepción y yo mismo. También coinciden Loló Fernández y Antonio Arroyo Silva en el caso de Azul y La Fábrica, aunque no en Ediciones La Palma; y Maiki Martín Francisco en Ediciones La Palma y La Fábrica, aunque no en Azul.


Elsa López y Leocadio Ortega. Presentación de Prehistórica y otras banderas. Barlovento, 1990.
Fotografía: Miguel Calero

Leocadio Ortega
    Resulta extraño que Leocadio Ortega no figure en las principales antologías poéticas de las islas. Incomprensible, más bien. Debemos tener en cuenta que muchos de los poetas que figuran en esas antologías han manifestado en alguna ocasión, a lo largo de los últimos 20 años, su admiración por su obra –no digamos cuando se les pregunta en privado—, y, sin embargo, ellos están en esas antologías –los antólogos los han seleccionado— y Leocadio Ortega, no. Tiene ello que ver con el carácter ciertamente maldito del poeta, que vivió los últimos 15 años de su vida completamente apartado del mundillo literario regional. Siempre nos preguntaremos por qué resulta tan magnética la personalidad creativa de algunas personas. Sin duda, tenemos cierto gusto por el talante autodestructivo de determinados artistas. Pero nadie hablaría hoy de Leocadio Ortega si no fuera porque tantos encontramos un genio inigualable en los pocos versos que escribió. Su obra es corta –un poema inmenso publicado en los cuadernos literarios Azul, “Elementos de un naufragio”, y un libro publicado en Ediciones La Palma, Prehistórica y otras banderas—, pero también ha de haber algo disperso en hojas sueltas, mecanografiadas o manuscritas, que fue regalando en sus últimos tiempos a aquellas personas que alguna vez, acaso, le habían entregado una moneda. Y ojalá que, poco a poco, vaya apareciendo en los cajones olvidados de los depositarios, y circule de manera digna hasta encontrar algún público. Me consta que Carlos Hernández (co-fundador de Azul y el verdadero responsable de que haya sido publicado lo poco que conocemos de Leocadio Ortega) rastrea los derroteros de esos poemas, y que algunas personas le han prometido buscar en sus casas y oficinas. Luego están todos aquellos textos poéticos y narrativos que presentó a premios en su juventud, antes de regresar y recluirse en la isla. Afortunadamente, muchos de esos textos recibieron algún galardón o accésit, de manera que (al menos en algunos casos) es probable que hayan sido editados por las entidades organizadoras. Aunque también cabe prever que algunos de esos textos se hayan perdido entre el fallo del premio y una publicación que, posiblemente, nunca llegó a producirse. En cualquier caso, Leocadio renegaba de estos; lo hizo en el primer número Azul, como preámbulo a su impresionante poema “Elementos de un naufragio”: “Lo cierto es que dimito de todo lo que ha salido a la luz hasta el momento, es muy primario, anodino y exento de interés”, y con aquellas palabras parecía pasar página entre una juventud de escritor inquieto que –“animado por Andrés Doreste, Félix Casanova de Ayala, Pedro García Cabrera y Roberto Cabrera”— había colaborado en suplementos literarios y revistas –o se había presentado a premios “por imperiosas necesidades económicas”—, y una nueva etapa en la que apenas publicó lo que hasta ahora conocemos como su obra; una nueva etapa de poeta retraído, incapacitado para las cosas más elementales de la vida, en la que sus momentos creativos se fueron espaciando en el tiempo hasta su desaparición.


Últimas consideraciones
    Con posterioridad a lo aquí descrito, y hasta el presente, en la isla de La Palma se han dado algunas iniciativas editoriales más, como, por ejemplo, Ediciones Alternativas, de Miguel Calero, o el fanzine Ruido, que realizan varios jóvenes (Yose Fernández y Merche Martín, entre otros) y marcha por el número cuatrimestral 17. También hay algunos poetas no incluidos en esta antología porque sería difícil explicar su vinculación al proceso reseñado. Pero esperamos que este libro, en vez de operar como un agente exclusivo, sirva, más bien, como estímulo general, y que ayude a ordenar el pequeño sistema literario local, propiciando otras iniciativas que, acaso, visibilicen a los que aquí no se encuentran.
    También sería bueno aclarar que no creemos que en los poetas incluidos haya una verdadera voluntad de fundar un grupo literario. Esto nos coge a todos lo bastante maduros y curtidos en lides literarias como para comprender cuál es el verdadero valor de las cosas. Cada uno de los poetas de esta antología se ha ganado su visibilidad, a estas alturas, de manera independiente, mediante su poesía, y no creemos que ninguno necesite adscribirse a grupo alguno. Pero bien es cierto que las cosas, por insignificantes que parezcan, hay que contarlas –si merece la pena hacerlo—, y para contarlas hay que conferirles un nombre y detallar los pormenores. Sin pretender que lo narrado aquí sea de un valor extraordinario, es nuestra historia y su detalle tiene un particular interés historiográfico. Por otro lado, siendo mi caso el de uno de los más jóvenes de los involucrados en ello, he pensado que merecía la pena rendir un modesto tributo a personas como Antonio Abdo y Elsa López, transmitirles lo importantes que son en nuestras vidas y contar a los lectores por qué, y creo que así lo ha entendido el conjunto de los poetas participantes; incluso los homenajeados, por qué no. Por lo tanto, nos importa más el gesto de gratitud hacia ellos (incluido Leocadio Ortega, ya desaparecido) que la fundación de un improbable grupo literario; a pesar del título que he decidido dar a este libro.
    ¿Por qué El grupo de La Palma?: partamos de una premisa, “a veces lo mejor es llamar a las cosas por su nombre”. Las razones, pues, si lo pensamos, son muy claras: 1) Que todos los poetas coincidimos en un espacio geográfico, “La Palma”. 2) La vinculación a una serie de iniciativas editoriales, siendo la principal Ediciones “La Palma” (otra vez La Palma, con lo que El Grupo no es sólo el grupo de la isla, sino el grupo de la editorial, o el “conjunto de poetas” que se encontraba en torno a esta en su nacimiento, aun habiendo alguna excepción que me parece saludable). 3) Y, finalmente, por referencia –homenaje, si se quiere— del anterior Grupo de La Palma: el grupo barroco de La Palma descrito por el profesor Rafael Fernández Hernández en su libro titulado: El grupo de La Palma: tres poetas del siglo XVII, Pedro Álvarez de Lugo, Juan Pinto de Guisla y Juan Bautista Poggio.
 

nicolás melini

Antonio Abdo

 

Antonio Abdo. Fotografía: Nicolás Melini
        

        Abriste tu matul, ante los ojos ávidos,
        lleno, en la tarde agonizante.
        Cada quien, tomó su prenda preferida
        Celebraron, cómplices, tu palmaria inocencia.

 
        Entre sonrisas, pagaron: 
        mil pequeñas monedas sobre el tablón inerte.
        Comenzaste la cuenta cuidadoso.
        No quiso el sol favorecerte.
        Te volvió la espalda.
        Tú contabas, contabas y contabas,
        ya en lo oscuro.
        Sólo leves risas en la sombra.
        Tu cabeza, inclinada, se enderezó un momento
        para cerrar la bolsa.
 
        Ya sin remedio, ante el matul vacío,
        comprendiste  las risas, las monedas.
        Y volviste los ojos hacia nadie
        solo tú ya en la noche y tu tristeza.
 
        De cómo los obreros de una plantación lograron robar a mi abuelo, vendedor ambulante, a sus dieciséis años, valiéndose de la escasa luz del crepúsculo y de cientos de monedas fraccionarias, con las que, a propósito, abonaron la compra.
***  
 

        Callaron Saida y Tiro
       cuando Fort-de-France te arrebató tu aire.
        Lejos de ti el Mediterráneo,
        niños aún tus ojos
        para tanto azul, tanto Caribe
        y tanto abismo bajo el nuevo firmamento.
        Buscan otro camino los selacios,
        oscurísima amenaza constante
        en la alargada sombra silenciosa.
        Hieren el aire los basaltos.
        Derraman su sangre los crepúsculos.
        Negro y rojo.
        De súbito el Mont Pelée se manifiesta
        y la noche destierra al mediodía.
        Piensas en tu Akkar, inalcanzable,
        lejos de la ceniza y las escorias,
       diáfana en el recuerdo.
        Corazón y razón, dos mundos diferentes.

 
        Mas piensas en Allah
        y torna la esperanza.


        De cómo mi abuelo vivió en la capital de la Martinica la terrible erupción del Mont Pelée.
*** 
 
        Como una pared te alzaste ante ella,
        solo en tu desesperación,
        en tu cósmico desierto,
        en tu abismo silencioso.
        Ella era el verbo dulce,
        el regazo amoroso,
       el cálido terciopelo.
        Pero su voz te soslayaba.
        Sus manos te negaban los acordes.
        Te huían sus ojos deseados.
        Como una pared ante ella, tú.
        Una y otra y otra vez, seguro,
        la buscas en lo hondo de sus profundas simas,

  
        más allá de sus crespones negros.
        Como una sólida pared…
        Al fin te entregó sus ojos,
        sus manos, su palabra.
        Y fuiste tú entero.


       De cómo mi abuelo Abdallah luchó para vencer el desamor de mi abuela Kathryn, viuda, diez años mayor que él y emigrante con sus hermanos, de Zgharta (Líbano), a la Martinica.
 
*** 


        Guardabas, para tu nostalgia,
        la pequeñez mínima del sésamo,
        la fragancia del tabbule, del arac,
        del hammas, del babaganush,
        el suave terciopelo del laben,
        la rotunda sobriedad del kebbi naya.
       Tus mesas olerían a tu infancia
        en los campos de Akkar y sus arroyos.
        No puedes perdonar, por eso,
        el más leve descuido gastronómico
        y exiges la presencia de la myadra,
        del guaraénib o del ful.
        Odias perderte en las extrañas viandas
        que cierran puertas a tu diario retorno.
        Y tu frustración derribará manteles
        cuando alguien, que pretende conocerte,
        te arrastre a otras comidas, que te alejen
        de ese primer Akkar que llevas dentro.
 
        De cómo mi abuelo volcó por los suelos la mesa con su contenido, porque la esposa no había respetado el menú que pidiera.
***
 
 
        Pero allí estaban, cuando llegó la anciana,
        en la última penumbra de la estancia,
        barba blanca y silencio sacrosanto,
        celebrando el llanto del recién nacido
        que acariciabas tú por vez primera.
 
 
         De cómo, según el testimonio de una anciana, San Pedro y San Pablo acudieron al nacimiento de Abdo (mi padre) una noche de verano, del Akkar de 1913.
 
***
        Nadie me habló de la Guerra del Catorce
        como mis abuelos Abdallah y Kathryn.
        A las gélidas montañas escaparon
        de las sangrientas levas otomanas.
        En el bosque, los niños bendecían
        los restos míseros de azúcar,
       de harina, de búrgol o de aceite
        y un milagro los multiplicaba
        del cénit al nadir.
        En recompensa,
        mi abuela les contaba las leyendas
        del Zhir y sus proezas, de Ánthar y Abla y sus pasiones
        y los silencios se llenaban luego
        de amor y de justicia.


        De cuando mis abuelos, con sus cuatro hijos, tuvieron que refugiarse en los montes del Líbano, durante la Guerra del Catorce, huyendo de las terribles levas turcas.
*** 


        Te llevaron tus pies, no tu cabeza,
        al Continente Negro.
        Su mar, tu mar sólo en un balbuceo
        por las playas del norte,
        donde el ébano adquiere la pálida envoltura.
        Mas quisiste ir al fondo, hacia el Atlántico,
        al África profunda, que sangra el occidente,
        y llora a los esclavos que fueron condenados.
        Sierra Leona te atrajo con su nombre potente.
        Sería un buen regazo para tus cachorros jóvenes,
        con su Freetown prometedor y libre.
        Y ahí estás, en sus calles, bajo el sol africano
        que se agranda y agranda hasta quemar tus ojos,
        los ojos de tus niños, los azules
        ojos de Kathryn.
        Es una hoguera inmensa. Consume tu esperanza
        y enciende la nostalgia
        de las frondas de Akkar y su frescura.
        En un sudor despiertas y piensas en tus hijos.
 
        Dirás adiós prontísimo a esta tierra,
        madre sólo, infeliz, para los suyos,
        y volverás al norte, hacia las islas.
        Sientes los horizontes de tu sangre fenicia
        y tu hogar es el mundo, sin razas ni fronteras.
 
        De cómo mi abuelo abrevió su estancia en África, adonde fue tras la Gran Guerra.
***
  
        Te reconozco en tu silencio,
        la mirada a tu derecha,
        arriba, donde algo llamó tu atención en ese instante.
        ¿Fue la voz del fotógrafo,
        señor de tu momento fugitivo?
        La flor en la solapa,
        quizá una rosa
        pulcra, cercana ya a la muerte, para revivirte,
        resalta la elegancia
        de tus veintiocho años recién cumplidos.
        Corona tu cabeza
        la cúspide ondulada del cabello
        que busca tu razón en sus raíces,
        tus temores ocultos,
        tus desvelos.
        Sólo torso y cabeza.
 
 

        Tus manos que, hace sólo un segundo,
        retocaran, nerviosas, tu bigote,
        estarían enlazadas atrás,
        en aquel gesto que siempre conservaste.
        Y te imagino en pie, parado,
        en esa tensa espera del disparo
        que congeló tu tiempo…


        De cómo mi abuelo se hizo el retrato que conservo en nuestra casa de Mirca.
***
 
 
        Venías, terno blanco y jipi-japa,
        memoria de los años jóvenes del siglo,
        retornados en el color del lino,
        en la pureza de tu clara silueta.
       Venías, al borde de la carretera,
        con tu promesa de sabores inusitados
        bajo la abultada chaqueta,
        gordura accidental, que se esfumaba
        cuando a mis ojos, extendías en la cocina,
        el fresco y oloroso producto del mercado.
        Kathryn, con él, haría maravillas
        para la sensualidad que compartíamos.
        Así aprendí a amar a aquel país lejano,
        que en nuestra mesa me daba su fragancia.

        De cómo mi abuelo traía del mercado los productos con que Kathryn confeccionaba, al modo de su pueblo, Zgharta, los platos libaneses.
 



        QUÉ ALTA Y RUBIA ES LA VIEJA EUROPA*
 
        Qué alta y rubia es la vieja Europa.
        Cómo bebe champán, come caviar, se regocija
        de haber nacido en Grecia,
        crecido en el Imperio
        y haber mamado teta de la matrona Roma.
 
        Retoca su toilette junto al retrete
        y consulta al espejo: ¿quién es la más hermosa?
        Su amante está esperándola.
        En medio de la fiesta prepara el talonario
        y piensa que esta puta aún resulta en la cama.
        Ajada ya y vencida,
        tiene la habilidad de su larga experiencia.
 
        En este juego a dos, él es quien especula,
        quien ordena los ritmos,
        retrasa o adelanta la vez de los orgasmos.
        Ella yace, suspira.
        Aún conserva su sexo los sudores del Dante,
        de Voltaire, Juan Jacobo,
        el Rey Sol, el gran corso,
        de los sumos pontífices de la piratería
        y aún de César recuerda
        el vini, vidi, vincit.
 
        Ella yace, suspira.
        Todavía le duelen las heridas de Engels,
        de Karl Marx y de Lenin
        y las voces airadas de Antonin y Picasso.
 
        Ella suspira y yace.
        Conserva sus prebendas. Y este macho cabrío
        que le afloja la pasta,
        torpe como una mula, satisface su instinto.
        Y se entrega sin tregua.
        Aún sostiene en sus manos la fabulosa lámpara
        que le diera la polis. En ella justifica
        sus aberrantes hábitos.
        Ante ella se inclinan los paisanos imbéciles
        creyéndose herederos del primitivo Demos.
 
        La lámpara es la misma. Pero jamás su llama
        volvió a surgir indemne del primigenio aceite.
        Hoy es un fuego fatuo
        alimentado por un fantástico osario.
 
        Ella suspira y yace.
         Y esta vieja ramera que goza y se retuerce
        bajo una nube ácida que corroe su cuerpo;
        esta amiga del toro
        insaciable y estúpida
        pregona las verdades que todos acatamos.
        Las verdades que dicta en el lecho del lodo
        el amante que esgrime el puerco talonario.
 
        Y aún emite sus juicios.
        Ella juzga y condena.
        La toga y la peluca la declaran solemne
        cuando repudia y niega la muerte y la violencia,
        cuando esgrime sus viejas
        ordenaciones éticas,
        cuando recuerda el hambre de los pueblos del sur.
        La toga y la peluca y la trágica máscara
        disimulan el gesto de la vieja ramera.
        Ella es, sin dudarlo, la muerte y la violencia
        y es el vicio y el hambre de los pueblos del sur.
 
        Preguntad a Marruecos, Palestina o el Líbano.
        Preguntad a sus muertos…
        Y amad la democracia.



*Poema que inauguró las páginas del primer número de Azul,
Cuadernos Literarios.