El grupo de La Palma: notas que buscan su evidencia

   

Imágenes de la exposición El grupo de La Palma. Casa de Salazar.
Isla de La Palma
 

     Antes de analizar las evidencias que permitan considerar un fenómeno literario que se identifique con el título de este texto, El grupo de La Palma, acaso sea necesario discutir explícitamente los elementos que hacen de la práctica artística una condición de carácter colectivo. No puede hacerse de otro modo si se quiere hablar, con ciertas mínimas garantías, sobre un conjunto de autores asociado a un espacio tan ceñido como la isla de La Palma.  
    ¿Por qué hacer uso del concepto de “grupo” cuando nos referimos a escritores y escritoras cuya edad los posiciona en ámbitos cronológicos y estéticos diferentes? ¿Por qué, además, describir esta identidad grupal a partir de su vínculo con un lugar, una comarca que no deja de ser una minúscula partícula dentro de la trama del territorio global, apenas pavesa en la expresión social y cultural del presente? Arbolar la respuesta a tales preguntas parece tarea dificultosa salvo que se acepte que la única razón para reconocer la existencia de este grupo sea, precisamente, que nos encontramos ante unos autores y autoras que responden a la singularidad con expresa voluntad e intención identitaria: quieren ser escritores de La Palma.
    Dar por buena esta respuesta primera y parcial tiene, a su vez, dos consecuencias ineludibles. En primer lugar, supone aceptar que aquella singularidad con la que voluntariamente se identifican los autores es, por ellos concebida, inaudita presencia, excepción y rareza –y a lo extraordinario y raro se le suele atribuir siempre un valor añadido—. En segundo lugar, implica asumir que esta identificación con lo singular dota de sentido a aquello que escriben estos mismos autores. Sin embargo, ¿son ciertas ambas premisas? Es decir, ¿tan original resulta el fenómeno cultural asociado a La Palma que hace insoslayable la identificación con el mismo de quienes han nacido en aquella porción de tierra? ¿Tiene tan fatal desenlace haber nacido en la isla? Y además, ¿cuáles son esos elementos consustanciales dadores de sentido literario? Conviene acotar pues algunos indicios que orienten la búsqueda de certezas que ayuden aprehender el grupo de La Palma. Tres pueden ser las vías para alcanzar tal objetivo: el señalamiento de voluntades confluyentes; la configuración de una comunidad singular; y la presencia de rasgos compartidos.
    Una lectura del texto de Nicolás Melini que abre este libro no permite mantener dudas sobre el alcance de la voluntad de confluencia que dio carta de naturaleza a buena parte de las iniciativas gestadas entre los autores adscritos al Grupo de La Palma. De acuerdo con Melini, lo que se produce es un aunamiento de voluntades que fija la difusión de los textos ajenos y propios como razón de unidad en primera instancia: “Algunos de los más jóvenes decidimos fundar una revista literaria –Azul, cuadernos literarios— con el objetivo de apoyar y apoyarnos, tácitamente, en Elsa López y Ediciones La Palma, para intentar que algunos de aquellos jóvenes escritores trascendieran las fronteras de la isla, en un diálogo con los jóvenes escritores de las otras”. O dicho de otro modo, todo grupo se conforma literariamente alrededor de una toma de posición visible, de una manifestación colectiva pública.
   En el contexto literario insular, Azul actúa por ejemplo como iniciativa precursora y adelanta una estrategia que germinará pocos años después en otras dos propuestas grupales. La primera manifestación colindante se dará en Tenerife. Me refiero al pliego de poesía Paradiso y a la posterior antología que, reuniendo a los siete poetas artífices de aquella publicación, editó Andrés Sánchez Robayna en 1994. La otra expresión colectiva tendrá también forma de antología, aunque en esta segunda ocasión proviniendo de Gran Canaria. Así, cuatro años más tarde aparecerá el libro Última generación del milenio (Poesía canaria 1998). También para esta segunda antología puede señalarse la existencia de una publicación periódica que actúa como antecedente, la primera época de la revista Plazuela de las letras, editada entre 1995 y 1998. Una y otra propuestas quedaron acotadas sin embargo por estrategias generacionales y programas excluyentes.
    La particularidad del Grupo de La Palma (y de Azul como una de sus apuestas iniciales) es que, al exceder voluntariamente cualquier restricción de escuela o generación, permite implantarse como ligazón, no con una, sino con varias de las propuestas públicas –unas sincrónicas y paralelas, otras encadenadas en el tiempo— que han acabado por determinar al conjunto de la literatura insular de un entresiglos que comienza a mediados de los años 80 del XX y acaso ya hoy –2011— esté finalizado como época cultural. Tal ligazón deviene en una comunidad singular. “De pronto, todos los escritores de otras islas, y no pocos de la península, volvieron su atención hacia La Palma; hacia Ediciones La Palma. Es increíble cómo la potencia de las ideas de algunas personas con capacidad creadora puede conferir un valor añadido a las cosas, incluso a las personas; incluso a los pueblos”, escribe de nuevo Nicolás Melini.
    Efectivamente, el marco de difusión literaria que se abre, a partir de 1989, bajo el amparo del Grupo de La Palma representa una de las fortalezas que ha permitido sostener la creación literaria canaria durante más de dos décadas. Los promotores de Azul, Ediciones La Palma y La Fábrica apostaron de manera clara y sostenida por los escritores y escritoras insulares, independientemente de su filiación estética o generacional. Sus catálogos e índices ayudan a perfilar lo que ha sido y es la literatura canaria de entresiglos  en un momento en que, paradójicamente, se abandona de manera paulatina (y acaso furtivamente) el debate sobre la condición diferencial del arte y la literatura canaria. Aunque en ninguna de las publicaciones promovidas por el grupo palmero se consideró pertinente debatir de manera expresa el fenómeno de la tradición literaria canaria, el hecho es que resulta posible hablar de una concepción de la literatura canaria mantenida desde las páginas de Azul y La Fábrica; consentida y cuidada por las colecciones de Ediciones La Palma. Me refiero a una noción abierta, asentada en la idea de la obligatoria conexión de la poesía y la narrativa insular con las literaturas otras, sin que ello implique revocar su filiación primera; justo lo contrario. De ahí, por ejemplo, la necesidad de confluencia de los, por aquel entonces, jóvenes autores palmeros con sus coetáneos de las otras islas, que se señala como motivación básica en la aparición de Azul, según su principal artífice, Nicolás Melini. También de esa misma concepción abierta (híbrida incluso, si se quiere) provienen las colecciones de Ediciones La Palma (en particular, Ministerio del Aire o Tierra del Poeta). Igual reconocimiento implícito sostuvo Anelio Rodríguez Concepción para cada número de La Fábrica, publicación activísima en lo que se refiere a la construcción de una tupida trama de contactos y vínculos con muchos de los territorios literarios del idioma español.
    Todas las iniciativas gestadas en el Grupo de La Palma dan por bueno el hecho de que referirse a una tradición interna canaria (haciendo uso del concepto tal y como lo delimita el poeta Eugenio Padorno) es solo posible mediante el cotejo efectivo de la misma con otras tradiciones literarias. Superados los dos decenios desde que surgieran aquellos primeros bríos, es fácil contemplarlos ahora como una de las claves que facilitaron el envite de la normalización de la literatura canaria, entendiendo por normalización su acoplamiento ordinario y su visibilidad reiterada con y desde otros espacios culturales, sean estos comparativamente mayores o menores. Porque –y este es quizás su rasgo más relevante— la movilización literaria propugnada desde La Palma permite contemplar la literatura canaria como lo que es: una literatura pequeña, un espacio de creación menor, reducido, acotado a unos límites muy precisos.
    En un texto publicado en 2010 en el número 35 de la revista Guaraguao, Ignacio Echevarría escribe: “La opción que le queda al escritor es la de conformar sus perspectivas y sus estrategias personales a su propio país, obrando, en la medida de lo posible, por dilatar sus horizontes. Lo cual pasa, al menos en una primera instancia, por sacar partido a la relativa pequeñez de su medio, que si por un lado limita su campo de acción, por el otro admite más fácilmente ser alterado y transformado” (pág. 27). Se refiere precisamente el crítico español al autor o autora que escribe desde/en una literatura pequeña, y lo hace a partir de la interpretación que realiza de las entradas que Kafka realiza en sus diarios los días 25, 26 y 27 de diciembre de 1911. Cuenta además Echevarría para su propuesta con el fundamental ensayo de Gilles Deleuze y Félix Guattari titulado Kafka, Por una literatura menor (Edición original en francés, 1975. Les Editions de Minuit).
    Echevarría, como antes hicieran Deleuze y Guattari, apunta las ventajas de las que dispone quien escribe desde una literatura pequeña, minoritaria e inserta en otra mayor (cuando no esta, plena y omnipresente): “Vivacidad, polémica, proximidad de los interlocutores, cauce común de intereses y de referencias. Menor coerción normativa. Distancia más corta con su propio público, con sus lectores. Relajación de las fronteras entre autor y lector, que conviven y se reconocen en un espacio más limitado. Por lo mismo, conexión con la política, en un sentido inmediato y profundo”. Todo esto acaso estuvo presente en las actividades del Grupo de La Palma. 
    Evidentemente en medio de procesos de globalización económica y cultural, de redes sociales planetarias y de mercados financieros internacionales, resulta difícil aceptar que la propia visión y visibilidad responda apenas ante un espacio reducido, pequeño, mínimo incluso, desplazado de todo posible centro de influencia y poder. Sí, resulta difícil (sobre todo para la vanidad), entre otras razones porque los oficiantes de tales estrategias homogeneizadoras no pierden ocasión para enfatizar las bondades y el valor de lo global, la plenitud de lo mayor. Sin entrar a debatir ahora qué efectos tengan estos fenómenos sobre las identidades locales o sobre los argumentos y el fervor cosmopolita en relación con la creación artística, quizás sí convenga comenzar a valorar hasta qué punto, a día de hoy, cierto afán “cosmopolita” no se haya trabado a un enfoque (internacional) de mercado y, por tanto, su primacía no es sino consecuencia directa (aunque pocas veces reconocida) de procesos de “dislocación” especulativa asociados a ciertas prácticas de la industria editorial.
    Y frente a esto, las literaturas pequeñas. Cómo esta evidencia pueda incidir en la caracterización futura de la creación literaria insular aún está por ver. No obstante, atenerse al ya mencionado texto de Deleuze y Guattari  ayuda a apuntar algunas rutas.
   De acuerdo con los dos pensadores, “aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de una literatura mayor debe escribir como un judío checo escribe en alemán o como un uzbeko escribe en ruso. Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (pág. 30. 1ª Edición en español. Ediciones Era, México. 1978). Desde esta perspectiva es posible recuperar el centro del problema fundamental para todo poeta y narrador, incluso cuando este parta de una identidad (y comunidad) tan frágil o escéptica como la canaria: afrontar y enfrentar “la máquina de expresión colectiva” que es toda lengua. ¿Cómo, entonces, resituar la experiencia poética del lenguaje en las Islas Canarias para confrontar su sustantivo territorio menor, pequeño?
    De nuevo en este punto, una lectura sosegada de alguno de los textos gestados por los autores del Grupo de La Palma puede dar pie, aportar alternativas. Para ello, cinco o seis de sus libros resultan claves de una propuesta compartida. Ciñéndome a la poesía, he aquí mi elección: Prehistórica y otras banderas (1990), de Leocadio Ortega; La fajana oscura (1991), de Elsa López; Poma (1987), de Anelio Rodríguez Concepción; Casi todo es mío (2005), de Antonio Jiménez Paz; El ojo entornado (1996), de Ricardo Hernández Bravo, y Cuadros de Hopper (2002), de Nicolás Melini. Entre la primera edición del texto más antiguo y la del más reciente son casi esos veinte años.
    Antonio Arroyo Silva, en su ensayo sobre el libro de Leocadio Ortega (El Perseguidor, nº 35. Suplemento de Diario de Avisos. Julio 2011), identifica “la imitación diferencial” como el  mecanismo poético que, arrendado a exiliados como Oscar Hahn y Juan Gelman, permite a su autor alejarse críticamente de su espacio de lengua, entendiendo que ese espacio viene demarcado, tanto por el sistema oral cotidiano, como por el idiolecto anclado en una determinada tradición literaria. Leocadio, parafraseando a Deleuze y Guattari, escarba en su jerga y escribe con los pedazos que hace saltar de ella. Igualmente, en Poma y en El ojo entornado, Anelio Rodríguez Concepción y Ricardo Hernández Bravo desmontan el fraseo oral, quiebran la sintaxis y la desciñen mediante el anclaje de los acentos: el poema es sensualista, se va construyendo a través del desacato de la propia materia verbal ante el orden lingüístico. Por su parte, en La fajana oscura Elsa López opera sobre el origen mismo de la creación literaria y la cultura y, sin concesiones, lo emplaza en un lugar otro, un espacio umbroso, denso, inmemorial. Si en el Egeo homérico Ulises arriba a Itaca –su luz orientadora—, en el libro atlántico de Elsa López, el héroe se extraviará voluntariamente lejos del mar iluminado. Para ello se carga el poema con enunciados compuestos que se deslizan de un verso al otro, se expanden mediante subordinaciones sinuosas hacia la más húmeda fronda. En cuanto a Nicolás Melini y Antonio Jiménez Paz, en Cuadros de Hopper y Casi todo es mío respectivamente, traspasan las claves del poema cebando sus límites ya desde el relato, ya desde el aforismo. Al tiempo, dan al traste con el prototipo lírico extremando los usos coloquiales y las experiencias cotidianas del lenguaje: elaboran un poema sin límites definidos en su forma, inconcluso, siempre sospechoso y fronterizo. Además, todo esto se efectúa, en gran medida, mediante un diálogo extemporáneo (según el canon poético peninsular del momento) con la(s) poética(s) avanzadas desde el lado atlántico y americano del idioma y de las otras lenguas colindantes.
    De lo escrito hasta aquí no debe concluirse que se esté ante una anomalía, que estos libros resulten una magnífica excepción dentro del conjunto de la poesía canaria de las dos últimas décadas. Tampoco lo son con respecto al resto de la producción literaria, ya sea poética o narrativa, de los escritores y escritoras del Grupo de La Palma. Recuerden (volvemos a Kafka) que una literatura pequeña se constituye como visible realidad artística a partir de su misma condición de fenómeno múltiple y colectivo. También polémico, qué duda cabe.
    Referirse al Grupo de La Palma como conjunción abierta posibilita por ejemplo que la vinculación americana que señala Arroyo Silva para la obra de Leocadio Ortega se haga también extensible a otros integrantes del grupo. Así es posible rastrear la familiaridad de Hernández Bravo con Lezama o con el ya citado Gelman, la conexión de Melini con Raymond Carver, la revisión polémica que hace Jiménez Paz de Gonzalo Rojas o de Roberto Juarroz, la cercanía de Rodríguez Concepción a Jorge Boccanera, las resonancias de Westphalen o de Jorge Eduardo Eielson en el propio Antonio Arroyo Silva. En este sentido, en el Grupo de La Palma se intensifica de forma crítica la clave siempre reiterada (Jorge Rodríguez Padrón, Andrés Sánchez Robayna, Eugenio Padorno, Nilo Palenzuela, entre muchos otros) a la hora de caracterizar la poesía insular más vigorosa: su fundamento en el pensamiento moderno y las vanguardias. Sin embargo, frente al estatismo de una caracterización, por repetida, ya con escasa capacidad reveladora, los autores palmeros buscaron otras lecciones que les permitieran reinterpretar y vivificar aquella herencia. Y con tal actitud compartida siguen oteando, firmes, desde la isla y la literatura chica.

ernesto suárez