Abriste tu matul, ante los ojos ávidos,
lleno, en la tarde agonizante.
Cada quien, tomó su prenda
preferida
Celebraron, cómplices, tu
palmaria inocencia.
Entre sonrisas, pagaron:
mil pequeñas monedas sobre el tablón inerte.
Comenzaste la cuenta
cuidadoso.
No quiso el sol favorecerte.
Te volvió la espalda.
Tú contabas, contabas y
contabas,
ya en lo oscuro.
Sólo leves risas en la sombra.
Tu cabeza, inclinada, se
enderezó un momento
para cerrar la bolsa.
Ya sin remedio, ante el matul
vacío,
comprendiste las risas, las monedas.
Y volviste los ojos hacia
nadie
solo tú ya en la noche y tu
tristeza.
De cómo los obreros de una plantación
lograron robar a mi abuelo, vendedor ambulante, a sus dieciséis años,
valiéndose de la escasa luz del crepúsculo y de cientos de monedas
fraccionarias, con las que, a propósito, abonaron la compra.
Callaron
Saida y Tiro
cuando
Fort-de-France te arrebató tu aire.
Lejos
de ti el Mediterráneo,
niños
aún tus ojos
para
tanto azul, tanto Caribe
y
tanto abismo bajo el nuevo firmamento.
Buscan
otro camino los selacios,
oscurísima
amenaza constante
en la
alargada sombra silenciosa.
Hieren
el aire los basaltos.
Derraman
su sangre los crepúsculos.
Negro
y rojo.
De
súbito el Mont Pelée se manifiesta
y la
noche destierra al mediodía.
Piensas
en tu Akkar, inalcanzable,
lejos
de la ceniza y las escorias,
diáfana
en el recuerdo.
Corazón
y razón, dos mundos diferentes.
Mas
piensas en Allah
y
torna la esperanza.
De cómo mi abuelo vivió en la capital de
la Martinica la terrible erupción del Mont Pelée.
Como
una pared te alzaste ante ella,
solo
en tu desesperación,
en tu
cósmico desierto,
en tu
abismo silencioso.
Ella
era el verbo dulce,
el
regazo amoroso,
el
cálido terciopelo.
Pero
su voz te soslayaba.
Sus
manos te negaban los acordes.
Te
huían sus ojos deseados.
Como
una pared ante ella, tú.
Una y
otra y otra vez, seguro,
la
buscas en lo hondo de sus profundas simas,
más
allá de sus crespones negros.
Como
una sólida pared…
Al fin
te entregó sus ojos,
sus
manos, su palabra.
Y
fuiste tú entero.
De cómo mi abuelo Abdallah luchó para vencer el desamor de mi abuela Kathryn, viuda, diez años mayor que él y emigrante con sus hermanos, de Zgharta (Líbano), a la Martinica.
Guardabas,
para tu nostalgia,
la
pequeñez mínima del sésamo,
la
fragancia del tabbule, del arac,
del
hammas, del babaganush,
el
suave terciopelo del laben,
la
rotunda sobriedad del kebbi naya.
Tus
mesas olerían a tu infancia
en los
campos de Akkar y sus arroyos.
No
puedes perdonar, por eso,
el más
leve descuido gastronómico
y
exiges la presencia de la myadra,
del
guaraénib o del ful.
Odias
perderte en las extrañas viandas
que
cierran puertas a tu diario retorno.
Y tu
frustración derribará manteles
cuando
alguien, que pretende conocerte,
te
arrastre a otras comidas, que te alejen
de ese
primer Akkar que llevas dentro.
De cómo mi abuelo volcó por los suelos la
mesa con su contenido, porque la esposa no había respetado el menú que pidiera.
***
Pero
allí estaban, cuando llegó la anciana,
en la
última penumbra de la estancia,
barba
blanca y silencio sacrosanto,
celebrando
el llanto del recién nacido
que
acariciabas tú por vez primera.
***
Nadie
me habló de la Guerra del Catorce
como
mis abuelos Abdallah y Kathryn.
A las
gélidas montañas escaparon
de las
sangrientas levas otomanas.
En el
bosque, los niños bendecían
los
restos míseros de azúcar,
de
harina, de búrgol o de aceite
y un
milagro los multiplicaba
del
cénit al nadir.
En
recompensa,
mi
abuela les contaba las leyendas
del
Zhir y sus proezas, de Ánthar y Abla y sus pasiones
y los
silencios se llenaban luego
de
amor y de justicia.
De cuando mis abuelos, con sus cuatro
hijos, tuvieron que refugiarse en los montes del Líbano, durante la Guerra del
Catorce, huyendo de las terribles levas turcas.
Te
llevaron tus pies, no tu cabeza,
al
Continente Negro.
Su
mar, tu mar sólo en un balbuceo
por
las playas del norte,
donde
el ébano adquiere la pálida envoltura.
Mas
quisiste ir al fondo, hacia el Atlántico,
al
África profunda, que sangra el occidente,
y
llora a los esclavos que fueron condenados.
Sierra
Leona te atrajo con su nombre potente.
Sería
un buen regazo para tus cachorros jóvenes,
con su
Freetown prometedor y libre.
Y ahí
estás, en sus calles, bajo el sol africano
que se
agranda y agranda hasta quemar tus ojos,
los
ojos de tus niños, los azules
ojos de
Kathryn.
Es una
hoguera inmensa. Consume tu esperanza
y
enciende la nostalgia
de las
frondas de Akkar y su frescura.
En un
sudor despiertas y piensas en tus hijos.
Dirás
adiós prontísimo a esta tierra,
madre
sólo, infeliz, para los suyos,
y
volverás al norte, hacia las islas.
Sientes
los horizontes de tu sangre fenicia
y tu
hogar es el mundo, sin razas ni fronteras.
***
Te
reconozco en tu silencio,
la
mirada a tu derecha,
arriba,
donde algo llamó tu atención en ese instante.
¿Fue
la voz del fotógrafo,
señor
de tu momento fugitivo?
La
flor en la solapa,
quizá
una rosa
pulcra,
cercana ya a la muerte, para revivirte,
resalta
la elegancia
de tus
veintiocho años recién cumplidos.
Corona
tu cabeza
la
cúspide ondulada del cabello
que
busca tu razón en sus raíces,
tus
temores ocultos,
tus
desvelos.
Sólo
torso y cabeza.
Tus
manos que, hace sólo un segundo,
retocaran,
nerviosas, tu bigote,
estarían
enlazadas atrás,
en aquel
gesto que siempre conservaste.
Y te
imagino en pie, parado,
en esa
tensa espera del disparo
que
congeló tu tiempo…
De cómo mi abuelo se hizo el retrato que
conservo en nuestra casa de Mirca.
***
Venías,
terno blanco y jipi-japa,
memoria
de los años jóvenes del siglo,
retornados
en el color del lino,
en la
pureza de tu clara silueta.
Venías,
al borde de la carretera,
con tu
promesa de sabores inusitados
bajo
la abultada chaqueta,
gordura
accidental, que se esfumaba
cuando
a mis ojos, extendías en la cocina,
el
fresco y oloroso producto del mercado.
Kathryn,
con él, haría maravillas
para
la sensualidad que compartíamos.
Así
aprendí a amar a aquel país lejano,
que en
nuestra mesa me daba su fragancia.
De cómo mi abuelo traía del mercado los
productos con que Kathryn confeccionaba, al modo de su pueblo, Zgharta, los
platos libaneses.
QUÉ ALTA Y RUBIA ES LA VIEJA EUROPA*
Cómo bebe champán, come
caviar, se regocija
de haber nacido en Grecia,
crecido en el Imperio
y haber mamado teta de la
matrona Roma.
Retoca su toilette junto al
retrete
y consulta al espejo: ¿quién
es la más hermosa?
Su amante está esperándola.
En medio de la fiesta prepara
el talonario
y piensa que esta puta aún
resulta en la cama.
Ajada ya y vencida,
tiene la habilidad de su larga
experiencia.
En este juego a dos, él es
quien especula,
quien ordena los ritmos,
retrasa o adelanta la vez de
los orgasmos.
Ella yace, suspira.
Aún conserva su sexo los
sudores del Dante,
de Voltaire, Juan Jacobo,
el Rey Sol, el gran corso,
de los sumos pontífices de la
piratería
y aún de César recuerda
el vini, vidi, vincit.
Ella yace, suspira.
Todavía le duelen las heridas
de Engels,
de Karl Marx y de Lenin
y las voces airadas de Antonin
y Picasso.
Ella suspira y yace.
Conserva sus prebendas. Y este
macho cabrío
que le afloja la pasta,
torpe como una mula, satisface
su instinto.
Y se entrega sin tregua.
Aún sostiene en sus manos la
fabulosa lámpara
que le diera la polis. En ella
justifica
sus aberrantes hábitos.
Ante ella se inclinan los
paisanos imbéciles
creyéndose herederos del
primitivo Demos.
La lámpara es la misma. Pero
jamás su llama
volvió a surgir indemne del
primigenio aceite.
Hoy es un fuego fatuo
alimentado por un fantástico
osario.
Ella suspira y yace.
Y esta vieja ramera que goza y
se retuerce
bajo una nube ácida que corroe
su cuerpo;
esta amiga del toro
insaciable y estúpida
pregona las verdades que todos
acatamos.
Las verdades que dicta en el
lecho del lodo
el amante que esgrime el
puerco talonario.
Y aún emite sus juicios.
Ella juzga y condena.
La toga y la peluca la
declaran solemne
cuando repudia y niega la
muerte y la violencia,
cuando esgrime sus viejas
ordenaciones éticas,
cuando recuerda el hambre de
los pueblos del sur.
La toga y la peluca y la
trágica máscara
disimulan el gesto de la vieja
ramera.
Ella es, sin dudarlo, la
muerte y la violencia
y es el vicio y el hambre de
los pueblos del sur.
Preguntad a Marruecos,
Palestina o el Líbano.
Preguntad a sus muertos…
Y amad la democracia.
*Poema que inauguró las páginas del primer
número de Azul,
Cuadernos Literarios.
Cuadernos Literarios.