Antonio Abdo

 

Antonio Abdo. Fotografía: Nicolás Melini
        

        Abriste tu matul, ante los ojos ávidos,
        lleno, en la tarde agonizante.
        Cada quien, tomó su prenda preferida
        Celebraron, cómplices, tu palmaria inocencia.

 
        Entre sonrisas, pagaron: 
        mil pequeñas monedas sobre el tablón inerte.
        Comenzaste la cuenta cuidadoso.
        No quiso el sol favorecerte.
        Te volvió la espalda.
        Tú contabas, contabas y contabas,
        ya en lo oscuro.
        Sólo leves risas en la sombra.
        Tu cabeza, inclinada, se enderezó un momento
        para cerrar la bolsa.
 
        Ya sin remedio, ante el matul vacío,
        comprendiste  las risas, las monedas.
        Y volviste los ojos hacia nadie
        solo tú ya en la noche y tu tristeza.
 
        De cómo los obreros de una plantación lograron robar a mi abuelo, vendedor ambulante, a sus dieciséis años, valiéndose de la escasa luz del crepúsculo y de cientos de monedas fraccionarias, con las que, a propósito, abonaron la compra.
***  
 

        Callaron Saida y Tiro
       cuando Fort-de-France te arrebató tu aire.
        Lejos de ti el Mediterráneo,
        niños aún tus ojos
        para tanto azul, tanto Caribe
        y tanto abismo bajo el nuevo firmamento.
        Buscan otro camino los selacios,
        oscurísima amenaza constante
        en la alargada sombra silenciosa.
        Hieren el aire los basaltos.
        Derraman su sangre los crepúsculos.
        Negro y rojo.
        De súbito el Mont Pelée se manifiesta
        y la noche destierra al mediodía.
        Piensas en tu Akkar, inalcanzable,
        lejos de la ceniza y las escorias,
       diáfana en el recuerdo.
        Corazón y razón, dos mundos diferentes.

 
        Mas piensas en Allah
        y torna la esperanza.


        De cómo mi abuelo vivió en la capital de la Martinica la terrible erupción del Mont Pelée.
*** 
 
        Como una pared te alzaste ante ella,
        solo en tu desesperación,
        en tu cósmico desierto,
        en tu abismo silencioso.
        Ella era el verbo dulce,
        el regazo amoroso,
       el cálido terciopelo.
        Pero su voz te soslayaba.
        Sus manos te negaban los acordes.
        Te huían sus ojos deseados.
        Como una pared ante ella, tú.
        Una y otra y otra vez, seguro,
        la buscas en lo hondo de sus profundas simas,

  
        más allá de sus crespones negros.
        Como una sólida pared…
        Al fin te entregó sus ojos,
        sus manos, su palabra.
        Y fuiste tú entero.


       De cómo mi abuelo Abdallah luchó para vencer el desamor de mi abuela Kathryn, viuda, diez años mayor que él y emigrante con sus hermanos, de Zgharta (Líbano), a la Martinica.
 
*** 


        Guardabas, para tu nostalgia,
        la pequeñez mínima del sésamo,
        la fragancia del tabbule, del arac,
        del hammas, del babaganush,
        el suave terciopelo del laben,
        la rotunda sobriedad del kebbi naya.
       Tus mesas olerían a tu infancia
        en los campos de Akkar y sus arroyos.
        No puedes perdonar, por eso,
        el más leve descuido gastronómico
        y exiges la presencia de la myadra,
        del guaraénib o del ful.
        Odias perderte en las extrañas viandas
        que cierran puertas a tu diario retorno.
        Y tu frustración derribará manteles
        cuando alguien, que pretende conocerte,
        te arrastre a otras comidas, que te alejen
        de ese primer Akkar que llevas dentro.
 
        De cómo mi abuelo volcó por los suelos la mesa con su contenido, porque la esposa no había respetado el menú que pidiera.
***
 
 
        Pero allí estaban, cuando llegó la anciana,
        en la última penumbra de la estancia,
        barba blanca y silencio sacrosanto,
        celebrando el llanto del recién nacido
        que acariciabas tú por vez primera.
 
 
         De cómo, según el testimonio de una anciana, San Pedro y San Pablo acudieron al nacimiento de Abdo (mi padre) una noche de verano, del Akkar de 1913.
 
***
        Nadie me habló de la Guerra del Catorce
        como mis abuelos Abdallah y Kathryn.
        A las gélidas montañas escaparon
        de las sangrientas levas otomanas.
        En el bosque, los niños bendecían
        los restos míseros de azúcar,
       de harina, de búrgol o de aceite
        y un milagro los multiplicaba
        del cénit al nadir.
        En recompensa,
        mi abuela les contaba las leyendas
        del Zhir y sus proezas, de Ánthar y Abla y sus pasiones
        y los silencios se llenaban luego
        de amor y de justicia.


        De cuando mis abuelos, con sus cuatro hijos, tuvieron que refugiarse en los montes del Líbano, durante la Guerra del Catorce, huyendo de las terribles levas turcas.
*** 


        Te llevaron tus pies, no tu cabeza,
        al Continente Negro.
        Su mar, tu mar sólo en un balbuceo
        por las playas del norte,
        donde el ébano adquiere la pálida envoltura.
        Mas quisiste ir al fondo, hacia el Atlántico,
        al África profunda, que sangra el occidente,
        y llora a los esclavos que fueron condenados.
        Sierra Leona te atrajo con su nombre potente.
        Sería un buen regazo para tus cachorros jóvenes,
        con su Freetown prometedor y libre.
        Y ahí estás, en sus calles, bajo el sol africano
        que se agranda y agranda hasta quemar tus ojos,
        los ojos de tus niños, los azules
        ojos de Kathryn.
        Es una hoguera inmensa. Consume tu esperanza
        y enciende la nostalgia
        de las frondas de Akkar y su frescura.
        En un sudor despiertas y piensas en tus hijos.
 
        Dirás adiós prontísimo a esta tierra,
        madre sólo, infeliz, para los suyos,
        y volverás al norte, hacia las islas.
        Sientes los horizontes de tu sangre fenicia
        y tu hogar es el mundo, sin razas ni fronteras.
 
        De cómo mi abuelo abrevió su estancia en África, adonde fue tras la Gran Guerra.
***
  
        Te reconozco en tu silencio,
        la mirada a tu derecha,
        arriba, donde algo llamó tu atención en ese instante.
        ¿Fue la voz del fotógrafo,
        señor de tu momento fugitivo?
        La flor en la solapa,
        quizá una rosa
        pulcra, cercana ya a la muerte, para revivirte,
        resalta la elegancia
        de tus veintiocho años recién cumplidos.
        Corona tu cabeza
        la cúspide ondulada del cabello
        que busca tu razón en sus raíces,
        tus temores ocultos,
        tus desvelos.
        Sólo torso y cabeza.
 
 

        Tus manos que, hace sólo un segundo,
        retocaran, nerviosas, tu bigote,
        estarían enlazadas atrás,
        en aquel gesto que siempre conservaste.
        Y te imagino en pie, parado,
        en esa tensa espera del disparo
        que congeló tu tiempo…


        De cómo mi abuelo se hizo el retrato que conservo en nuestra casa de Mirca.
***
 
 
        Venías, terno blanco y jipi-japa,
        memoria de los años jóvenes del siglo,
        retornados en el color del lino,
        en la pureza de tu clara silueta.
       Venías, al borde de la carretera,
        con tu promesa de sabores inusitados
        bajo la abultada chaqueta,
        gordura accidental, que se esfumaba
        cuando a mis ojos, extendías en la cocina,
        el fresco y oloroso producto del mercado.
        Kathryn, con él, haría maravillas
        para la sensualidad que compartíamos.
        Así aprendí a amar a aquel país lejano,
        que en nuestra mesa me daba su fragancia.

        De cómo mi abuelo traía del mercado los productos con que Kathryn confeccionaba, al modo de su pueblo, Zgharta, los platos libaneses.
 



        QUÉ ALTA Y RUBIA ES LA VIEJA EUROPA*
 
        Qué alta y rubia es la vieja Europa.
        Cómo bebe champán, come caviar, se regocija
        de haber nacido en Grecia,
        crecido en el Imperio
        y haber mamado teta de la matrona Roma.
 
        Retoca su toilette junto al retrete
        y consulta al espejo: ¿quién es la más hermosa?
        Su amante está esperándola.
        En medio de la fiesta prepara el talonario
        y piensa que esta puta aún resulta en la cama.
        Ajada ya y vencida,
        tiene la habilidad de su larga experiencia.
 
        En este juego a dos, él es quien especula,
        quien ordena los ritmos,
        retrasa o adelanta la vez de los orgasmos.
        Ella yace, suspira.
        Aún conserva su sexo los sudores del Dante,
        de Voltaire, Juan Jacobo,
        el Rey Sol, el gran corso,
        de los sumos pontífices de la piratería
        y aún de César recuerda
        el vini, vidi, vincit.
 
        Ella yace, suspira.
        Todavía le duelen las heridas de Engels,
        de Karl Marx y de Lenin
        y las voces airadas de Antonin y Picasso.
 
        Ella suspira y yace.
        Conserva sus prebendas. Y este macho cabrío
        que le afloja la pasta,
        torpe como una mula, satisface su instinto.
        Y se entrega sin tregua.
        Aún sostiene en sus manos la fabulosa lámpara
        que le diera la polis. En ella justifica
        sus aberrantes hábitos.
        Ante ella se inclinan los paisanos imbéciles
        creyéndose herederos del primitivo Demos.
 
        La lámpara es la misma. Pero jamás su llama
        volvió a surgir indemne del primigenio aceite.
        Hoy es un fuego fatuo
        alimentado por un fantástico osario.
 
        Ella suspira y yace.
         Y esta vieja ramera que goza y se retuerce
        bajo una nube ácida que corroe su cuerpo;
        esta amiga del toro
        insaciable y estúpida
        pregona las verdades que todos acatamos.
        Las verdades que dicta en el lecho del lodo
        el amante que esgrime el puerco talonario.
 
        Y aún emite sus juicios.
        Ella juzga y condena.
        La toga y la peluca la declaran solemne
        cuando repudia y niega la muerte y la violencia,
        cuando esgrime sus viejas
        ordenaciones éticas,
        cuando recuerda el hambre de los pueblos del sur.
        La toga y la peluca y la trágica máscara
        disimulan el gesto de la vieja ramera.
        Ella es, sin dudarlo, la muerte y la violencia
        y es el vicio y el hambre de los pueblos del sur.
 
        Preguntad a Marruecos, Palestina o el Líbano.
        Preguntad a sus muertos…
        Y amad la democracia.



*Poema que inauguró las páginas del primer número de Azul,
Cuadernos Literarios.