Elsa López



Elsa López. Fotografía: Tato Gonçalves


TRAVESÍA

                                         
Mira Rocío el mar y las montañas

y el río Guadalimar traspasando fronteras

y países por los que nunca has ido.

Mira bien ese mar y esos árboles grises

en hileras iguales y uniformes por la orilla del río.

Y la mañana gris como los árboles.

Y al fondo la ciudad y los miradores

y los nombres de aquellos que grabamos en las piedras

y en las estrías del agua.

Y su nombre —sólo mío— grabado en todas ellas.

 

 

¿Lo ves Rocío? El amor es sólo eso:

llegar al final de una calle a la que nunca fuiste

y pensar que se ha ido,

que no puedes vivir sin él esa escalera

y sin él no hay caminos posibles.

¿Y qué hace ese sol que se rompe dorado entre las nubes 

y el pueblo recostado a la falda de un monte

sin que él pueda mirarlo a través de tus ojos?

 

Porque eso es el amor y esa es la tristeza.

Es encontrarse el mundo,

la belleza del mundo, por ejemplo,

su riguroso acierto, su armonía,

su deslumbrante forma de aparecer de pronto.

Y luego darte cuenta de que no está contigo

o que ha muerto

y ya no volverás a verlo ni a mirarlo

por culpa de la lluvia.

 

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Crecen los girasoles,

se vuelven y me miran.

Giran su esplendorosa corona hacia mi rostro

y mi dolor, entonces, se pinta de amarillo.

Y me viene, de golpe, el rumor de otros días

cuando tú y yo vivíamos la alegría de querernos.

Íbamos de la mano.

(Entonces Sofía Loren hacía estragos en los cines del barrio)

La película —creo— tenía una hermosa música

y había ganado un Oscar o dos

(eso decían para atraer al público).

“Los Girasoles” anunciaba el cartel.

“Llevo pañuelo” ―dije mirándote a los hombros.

“Es que dice mi madre que lloras todo el rato.”

Ya no sé si lloramos o me olvidé de ello.

No pienso ni en el gesto que hicimos al dejarnos.

“Adiós. Es por tu culpa.

Me empapas la camisa

y me pones perdidos los pañuelos y el alma.”

Eso dijiste.

Luego diste la vuelta

hasta hacerte pequeño dentro de mis pupilas.

 

Ahora vuelves de nuevo.

Como un largo tendido de la luz mis pestañas,

las lágrimas se posan,

se columpian sobre un mar color cadmio

que reproduce —intactas— las escenas finales

de esa historia de amor intrascendente.

 
 
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He vuelto la cabeza

—los ojos arrasados—

y he mirado hacia el cielo techado de cristales.

Es la hora

—anuncian—

y yo he subido al tren.

Las manecillas marcan este viaje final

trazado en los raíles y en las venas del alma.

 

El verde reproduce el color de las algas

y el viento en los olivos

imita el movimiento pendular de las olas.

No hay sonidos.

Sólo un ruido impreciso que me lleva hacia el norte.

 

Yo miro el horizonte, las montañas,

sus abultados vientres,

sus rodillas hinchadas cubiertas de amapolas.

Y me limito a constatar el aleteo

y el suave parpadeo de los ángeles.

 

Navego hacia otras islas.

 

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Sentada frente a mí una mujer sin rostro

espera desolada la llegada del día.

En el cristal se miran sus cuencas sin memoria

y detrás van quedando ciudades y montañas

que ya no han de volver a posarse en sus ojos.

 

Su corazón, lo mismo que sus lágrimas,

se extiende por el suelo y ya no sabrá nunca

si amanece al otro lado de esa estación sin nombre

y si aún le queda tiempo de amar inútilmente.

 

 

La oruga silenciosa avanza por el agua

y ella mira hacia el sur y hacia la pérdida.

 

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Por el ancho horizonte de mi alma

me llegan los olores, los mares de naranjas

(“A la mar fui por naranjas

cosa que la mar no tiene”),

y siento la costumbre irregular del aire,

que soy ave de presa y vuelo, sin notarlo,

por encima del  mundo

sin importarme nada el dolor y sus gestos.

Y yo miro las casas abiertas y felices.

Y miro las estrellas andar de un lado a otro.

Y veo,

de pronto veo un gran jardín de rosas

del color de las garzas.

 

Y desciendo a la tierra.

 

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Y me vuelven los suelos con albero

y las ventanas verdes cerradas con esparto.

Así el color del cobre y de los alambiques

y de las alquitaras y la holanda.

Así la catedral del vino.

Así el color de las barricas.

Así los muros de la ciudad de bronce

que voy dejando atrás junto a tu cuerpo.

 

Así el olor de la ciudad.

Su aroma a vino dulce como el sorbo de un ángel.

Ese extraño vapor que sube por las piedras,

se detiene en las vigas y cruza los estantes

ahumando los espacios,

ennegreciendo el aire y la cal de los muros.

Y que trepa por ellos y que lo impregna todo:

los arcos, las columnas, los techos de madera.

 

Así, pues, mi congoja,

tan llena de sabores y de perfumes raros

a los que uno intenta poner nombres.

Así la grieta que se abre entre los dos

como una pena rara golpeando mi pecho.

 

Así la luz que se va mitigando

hasta darme esta cálida sensación de vacío.

Así la dulzura de esta pena tan mía

que a nadie importa ya.

 

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La mujer ya no mira. Me sonríe y presiente

que he dejado pedazos de sueño en los andenes

y las dos avanzamos hacia el final de un viaje

donde ya no habrá olores, ni luz, ni escalofríos.

 

“Cuando el caballo es mío no es necesario atarlo.”

He leído en el libro que cubre sus dos piernas.

 

Le susurro al oído palabras inconexas

y le miro las cuencas cegadas por el miedo.

La noche se prolonga y yo pienso en tu boca

como un faro de luz sobre la hierba.

“Bautízame en la oscuridad.

―Digo en voz alta

como si aún fueses capaz de comprenderlo―

Ponme un nombre distinto al que me corresponde

y habré muerto de nuevo.”

Añado.

 

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Y si me muero,

yo quiero que me entierres en la loma más alta

y encima me coloques la Beatrice de Dante

y el ángel que yo misma me regalé una noche.

El que se saca espinas de sus pies de alabastro

y que descansa triste sobre el piano caoba.

No quiero que me compres ni flores ni medallas

y, desde luego, escucha, ni por lo más remoto

se te ocurra ponerme una esquela mortuoria.

Si acaso unos poemas de Whitman o de Homero.

Hacerlo de otro modo sería pretencioso

y bastante alejado del mundo que soñamos.

 

Recuerda bien los versos, por si acaso:

 

He dicho que el alma no es más que el cuerpo,

y he dicho que el cuerpo no es más que el alma,

y nada, ni Dios, es más grande para uno que uno mismo,

y quien camina un trecho sin amor camina hacia su propio funeral

envuelto en un sudario. (*)

 
                            ***


Así habló; y una nube negra de dolor cubrió a Aquiles, y tomando con ambas manos la ceniza aún caliente, la derrama sobre su cabeza y afea las graciosas facciones de su rostro, y en su divina túnica por todas partes quedó adherida la negra ceniza. Y él yacía largo espacio de tiempo tendido en el polvo, según era de grande, y con sus manos afeaba y se arrancaba sus cabellos. (**)

(*) Walt Whitman. Hojas de Hierba
(**) Homero. Llora Aquiles la muerte de Patroclo  (La Iliada. Libro XVIII, v. 22-27)

 

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           Mi vida no termina y tú lo sabes.

 Mi vida se prolonga más allá de tu vida.

 Por eso, cada noche, al acostarte,

 encomienda tu alma a mi cuerpo

 y reza sobre él y di:

                   “Amor mío que estás en los cielos,

                   santificado sea tu nombre, ven a mí sin tu reino.

                   Por los siglos de los siglos, ya para siempre.

                   Amén.”

 

         Hazlo así en memoria mía.

 
 
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            Oigo correr el agua y cantar las chicharras

            y sé que a mis espaldas florecen las magnolias

          y se agitan las ramas del pruno y la mimosa.

          Duerme toda la casa y mi voz se desliza

          y se encarama al norte de tu pecho

          y te gime y te besa y no te dice nada.

          Escribo con la boca cargada de alfileres.

          Y me duelen los ojos.

          El corazón no duele, que está alerta a los ruidos

          y al latir de los perros.

          Esta noche la pena tiene el modo menor de los acordes

          que te dejan el piano clavado como espinas.

          Cada tecla una nota y cada nota el pulso     

         –en fa menor la herida– sobre los bordes de la piel.

          A rayas la tristeza y el hambre como una cebra en celo.

          Así la pena que me recorre el alma este viernes de marzo

          como a César, supongo,

          pocas horas después de anunciarle su muerte.

 

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           Y ahora, ve.

           Reúnete con ellos

           y brinda por el aire que respiramos juntos

           para que todos sepan que aún quedan esperanzas.

 
           No olvides que te quiero cuando empieces el brindis.

 
           Y levanta tu copa y diles que aún me amas

           a pesar de la niebla.

 
           Brinda por la tristeza.

           Por la luz.

           Por los barcos sin rumbo

           que cruzaban el mar y las puertas de casa.

           Brinda por el amor y su rara costumbre.

           Por el grito de las aves, el murmullo del agua,

           por los hijos que tuvimos y los que no tuvimos.

           Brinda por la alegría que consumimos juntos.

 

           Y así sabrán del amor y su alegría.

           Así de mí

           y de esta extraña forma de querernos.

 

           Y levanta tu copa y diles que no lloren

           que al fin podrás hablarme

           sin que yo te interrumpa con un beso cualquiera.